CRISTÓBAL ENCINAS
SÁNCHEZ
Esta mañana de diciembre he madrugado. A
pocos metros de mi casa me he topado con los cálidos rayos de un sol espléndido
que da alegría. En mi corto paseo me
encuentro con personas totalmente alejadas, distraídas. Es lunes y se comprende
que cada uno tiene sus quehaceres y no los puede abandonar. No piensan en el
momento de levantar airosamente sus cabezas, porque quizás les pesen mucho los
problemas que han de resolver, o no estén de humor para pagar un recibo
atrasado del impuesto de circulación del coche, o tengan pendientes de pago las tasas
de la universidad donde a su hijo no le han concedido una beca este año ni el
anterior.
Llevo andando ya varias
horas y el sol está alto. A medida que avanza, veo que el ceño de la gente se
relaja, y su frente se despeja. Hay más trasiego de gente joven que se saluda
recíprocamente con la mano, tal vez afanados en ir preparando sus compras
y regalos de Navidad.
Al final de mi calle,
junto al colegio, hay una pequeña plaza recoleta donde han montado un
teatro de farsas. Dos polichinelas discuten sin resolver nada, pero se dan de
estacazos, alocadamente, en la cabeza. Lo mejor de todo es que provocan mucha
risa entre los distanciados transeúntes que se paran. Así se olvidarán del
contradictorio mundo que continuamente les está aturdiendo, para llevarlos
a una situación relajada en la que sea posible discernir lo que puede
pasar tras las votaciones de este fin de semana. El panorama no es muy halagüeño.
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