Cristóbal Encinas
Sánchez
Le decía a mi mujer que hiciera el
favor de buscarme los calcetines rojos
que me puse el domingo. Los dejé encima del váter, solo los tuve puestos en el
acto de conmemoración del día de la Hispanidad. Después no he salido a la
calle, por la gripe. Mi mujer se empecina en decir en que llevo diez años sin
ponérmelos. Ahora, porque no me pegan con la ropa verde, pero antes tampoco
porque vestía de color gris.
Acaban
de llegar mis tres amigos, para un pequeño refrigerio, y nos oyen discutir.
Miré por la ventana y los veo sonreír y hacerse guiños. ¿Qué pensarán de mí?
Mientras me pongo los pantalones y una camiseta, para recibirlos reparo en que
no me había peinado después de ducharme. Me obsesionó tanto la búsqueda de los
calcetines rojos que se me olvidó que estarían al llegar. Busqué entre la ropa, debajo de la cama, en la
azotea, pero nada. Yo sé que soy cabezón pero es que mi mujer lo es más. Me
dice que no podré encontrar los calcetines porque no los saqué de la maleta
donde se guardaron hace años.Y eso me
sacó de quicio.
Cuando pasaron
mis amigos al recibidor, me vieron un poco enrojecido. Ellos ya le habían
quitado yerro al asunto. Pero me tacharon de ser muy caprichoso. Que adónde iría
con los calcetines rojos -dice uno-; que si iba ir vestido de amarillo, parecería
una bandera española, dice otro. Y el otro
se aventuró a decir que se los habría llevado el perro, porque a ellos les
gusta el olor a pies, cuando yo no tengo perro. Se sonrieron y eso me hizo caer
en la cuenta, como en otras ocasiones, de que ya estaban con el cachondeo y no se tomarían nada en serio. Yo, cuando
digo la verdad, no me echo atrás, y no es porque tenga interés en sacar mi
cabeza por encima de todos.
Seguimos
hablando y siempre me convencen de que hay cierta probabilidad de equivocarme.
Yo asiento, tengo el convencimiento de que me equivoco más que nadie. Entonces
cedo. Después me quedó como una insatisfacción y un reconcomio que me bajó la
autoestima, pero al advertir la tranquilidad que parece haberles entrado a
todos, incluida mi mujer, me uno a ellos.
Llamaron a la puerta y era el
repartidor de pizzas con el encargo que hice. Nos sentamos para comerlas. Tras
la primera ingesta, nos levantamos para brindar por el compañerismo y por la
buena voluntad. Yo me quedo perplejo cuando mi mujer, sentándose la última, dice
mirándome a la cara: " Has llevado muy bien el ocultamiento de la
prescripción de tu oftalmólogo. Me dijo, cuando lo llamé, dado que tardabas
mucho en volver, que deberías de tener
mucho cuidado al cruzar los pasos de peatones, pues te había diagnosticado daltonismo".
Menos mal que me han salvado mis
principios, y ser razonable y prudente. Pero lo que peor me sentó, después de
todo, fue la última frase que dijo mi mujer. Y no podía negarlo.
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