Cristóbal Encinas Sánchez
Recuerdo las
descripciones que nos daba un clérigo en las catequesis, acerca del bienestar
que disfrutaban nuestros primeros padres en el Paraíso. Eran muy explícitas y
contundentes. Podía uno imaginarse a los dos andando, libremente y desnudos por
un llano interminable de majestuosos árboles cargados de frutos a su
disposición. Estos formaban cuadrículas coloreadas y sus calles se dirigían
hacia a las montañas lejanas donde las atravesaba un río dadivoso y pacífico.
Todo esto lo estaba asimilando yo a cuando era casi un bebé,
que paseaba con mi familia rodeado de paisajes parecidos a los descritos. Mis abuelos tenían una casa de piedra tosca, orientada al sur, con grandes ventanales que
le daban una presencia rústica exquisita. Mi padre y yo, a diario, montábamos
sobre un caballo, al trote, cosa que me proporcionaba gran alegría. En los días espléndidos llegábamos
hasta los límites de la finca, y la sensación era de total felicidad.
De
pronto, llegan a mi oído como gritos y sollozos. Alguien cabreado esgrimía
palabras fatídicas y exigía a aquella pareja excepcional que se fueran, y que no volvieran; que trabajaran, porque aquellas tierras usufructuadas las habían
perdido por desobediencia a la palabra divina. Era el clérigo, el que hablaba con tanto despropósito. Y comentaba después una escena tenebrosa de alguien que
entraba a una cueva protegida por grandes puertas de acero incandescente. Eso era por haber
pecado y morir sin confesarse. A continuación, pude contemplar con horror, en los cristales de sus gafas, unas llamas inextinguibles, signo inequívoco de sufrimiento. Fue algo indescriptible
que me impresionaba hasta el punto de no dejarme articular palabra.
De repente, algo me alarmó sobremanera. De dentro de la cocina salía un silbido ensordecedor
pero que yo conocía bien, y que me despertó. Me levanté aturdido de mi cama y,
encaminándome hacia el lugar, percibí un aroma que me encantó. Mi mujer había
preparado un enorme tazón de café para mi desayuno, como hacía cada mañana, y
me invitó a sentarme y degustarlo. Nunca tuve mejor oportunidad para
agradecerle que me despertara con aquel sonido envolvente que me liberaba de
una tortuosa y larga pesadilla.
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