Cristóbal Encinas Sánchez
Un gallo
imponente se enseñoreaba, satisfecho, con su forma de andar. Su orgullo se hacía
patente delante de todas las gallinas mientras buscaban con ahínco en la
tierra las apetitosas lombrices. De su garganta emergía un clamoroso y
prolongado canto que ningún otro gallo de los alrededores podía superar.
Pasaba
por casualidad un niño, junto a la cuneta de la empedrada carretera, que jugaba
a cortar las hierbas, rudamente, con una vara seca en la ribera de la acequia.
El gallo, vigilante, vio como a un intruso en su territorio al niño que
merodeaba por allí. Sin miedo alguno y sin pensarlo, se lanzó hacia él como una
exhalación batiendo las alas. Ya próximos, y antes de huir del intrépido animal
que venía con el pico abierto, el niño hizo un zigzag en el aire con su varita,
con tal suerte que fue a golpearle en el cuello. El defensor, malherido, cayó
al suelo en el acto, desnucado. El
abuelo del niño, que iba delante, vio el revoleo que se metió en un momento y a
las gallinas que se acercaban a oler y observar a su protector. El hombre sospechó
que algo grave les había sobrevenido a las aves y fue directo al que daba signo
de extrema quietud. Lo recogió y tanteó su cabeza que estaba como un péndulo.
Pensaba en revivirlo: lo sustentó en su antebrazo e hizo presión en su cabeza
hacia abajo para colocarla en su sitio. Tras varios intentos, empezó el
infortunado a moverse. Ya erguido, un poco confuso y desarbolado como si fuera
un muelle, comenzó a caminar dando el primer tumbo. Se levantaba y se caía,
pero cada vez con mayor estabilidad. Las gallinas empezaron a cacarear,
sorprendidas de su pronta recuperación.
El niño, que había estado muy callado,
empezó a sobreponerse, volviendo la
alegría a sus ojos.
El
gallo, ya muy mejorado, se metió en la acequia para refrescarse. No le habían
quedado ganas para seguir acosando al niño, y se retiró
hacia el interior de la finca con sus congéneres. Esta vez se había escapado de
lo peor. En el futuro dejaría de ser tan presumido y no asustaría a niños
imprevisibles.
Cuando
el infante vio que el gallo se alejaba con soltura y con "más cabeza",
se encontró aliviado y motivado para ir dando saltos de contento. Siguiendo a
su abuelo, retomó su camino y con su varita mágica hacía ostensivo su arte de
descabezar las flores y pequeñas hierbas que adornaban la ribera.
LA FOTO ESTÁ TOMADA DE INTERNET
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