La
hija del Espantagustos, como le llamaban, era una chiquilla alegre y revoltosa.
Tenía catorce años y todas las tardes se reunía con un mozalbete poco mayor que
ella. Se contaban, paseando por
los jardines, sus pequeñas cosas. Él tenía una figura agarabatada pero su
carácter abierto y amable obviaba este defecto. Era un ganapancillo que gustaba
de andorrear por las calles sin rumbo fijo después de realizar sus encargos.
Así fue como conoció a Periquilla, con quien intercambiaba taz a taz sus
regalos y chucherías, así como sus irreflexivos dichos, cosa que no menoscababa
su frescura y disposición para el trato
afable.
Todos
los días caminaban por los alrededores de la iglesia y gustaban de subir al
coro cuando no había nadie, para estar a solas. El viejo piano, desguazado,
mostraba su arpa cromática, bajo el hueco de la escalera, con sus desafinadas
cuerdas, y ellos aprovechaban para darle unos cuantos rasgueados briosos. Se
divertían así, y saliendo en tropel metían un gran estrépito, soliviantando a
alguna mujer que entrara santiguándose, aunque más bien sería a los ratones que
andaban por allí. A estos les echarían las culpas, más de una vez, al oír las
displicente notas. Después se alejaban perdiéndose en el monte cogidos de la
mano y buscando orquídeas. Hasta que llegaba la hora de recogerse y ponerse a
hacer sus pocas labores de casa y de la escuela.
En
su barrio, de pequeña, la tenían por un marimacho, despepitada y burlona, que
iba dando patadas a los montones de tierra, recogidos por las mujeres que
barrían las puertas de sus casas, y a los cubos de agua para regarlas,
consiguiendo así atrasar las faenas y que la gente se precaviera.
Periquilla,
a veces, tenía que ir a dar una razón a algún cortijo. Para ello enjaezaba su
caballo negro. Se ponía las ropas y botas de su hermano, que le daban un
aspecto de mayor, de dejadez pero de seguridad. En la puerta de la cuadra
lo enjorquetaba dando un salto felino. A continuación sacaba de la albardilla
una estilizada faca enfundada que la sujetaba a una liga por encima de la
rodilla. Así no tenía miedo y no retrocedía ante cualquier fatalidad.
Cierto
día caminando, al final de una calle que lleva hasta el pinar, se topó con tres
jóvenes de su misma edad. Con melindres le hablaron, a la vez que se aproximaban.
Uno de ellos, viendo que tenía prisa, le ofreció su bici para abreviar el
camino e hizo el ademán de subirla en el cuadro para reírse de ella. Otro
se aproximó y la cogió por el cuello, pero se zafó con rapidez. Al ver el
panorama, la muchacha metió la mano en su mochila y sacó un minino de tres
meses y lo lanzó a la cabeza del acosador. El animal se agarró con presteza al
cuero cabelludo y a la garganta, hincándole las uñas. El dolor era irresistible
y el chaval graznaba como un ganso cabreado. Al de la bici le echó un bote
entero de gusanos de cañaheja, con hormigas alúas y saltamontes que llevaba
para ponerlos como cebo en las perchas. Al verse invadido por tantos bichos, el
muchacho se espantó y enloqueciendo salió disparado dándose de manotazos.
El tercero se parapetó. Con más vista y tiempo, se le acercó por la espalda, y
agarrándola del brazo la trajo para sí. Sin perder un segundo, ella le propinó
un taconazo en la entrepierna que no tuvo más remedido que dejarse caer al
suelo. Dándose unos pequeño paseos por encima él, le distribuyó todo el dolor
por la parrilla intercostal.
Tras
el intento fallido de aquellos sinvergüenzas y con el camino libre, la
humillada chica cogió la bicicleta y se apresuró en dirección al cuartel de la
Guardia Civil para relatarles los hechos. Les mostró los enrojecimientos
que todavía le marcaban el cuello. Después de oír su explicación, la
felicitaron por su buena suerte y por su atrevimiento a delatar a sus
agresores. No le hicieron más preguntas. El cabo y dos soldados fueron en busca
de los culpables.
Esa
tarde, el amigo de Periquilla fue informado de los acontecimientos. Ahora
pensaría en ajustarles, particularmente, las cuentas a cada uno de los
confabulados en el caso de que se fueran de rositas por alguna extraña razón.
A
partir de entonces, quedó un refranillo muy socorrido por los niños que decía
así: “No molestes a Periquilla, que más pronto que tarde te alisará las
costillas”.
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