CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
La apesadumbrada chica esperó a que pasara la última
columna de soldados. Al final de la estrecha calle avanzaba un carro tirado por
un triste caballo. Los mutilados cuerpos, exangües, eran zarandeados por los
vaivenes cuando las ruedas pisaban las piedras sacadas del pavimento. En uno de
ellos, un brazo se extendió y en su muñeca mostró el mismo escapulario que ella
había regalado la tarde anterior. Los labios se le quedaron congelados y no pudieron soltar ni una palabra,
solo se le oyó gemir. Como una
desquiciada se precipitó hacia el carro para comprobar si era el de su amado,
pero su cara no estaba visible. El cabo que comandaba la fila ordenó a un soldado
pararlo. Tras desplazar los cuerpos
que se amontonaban sobre el que la chica había indicado, comprobó que una
tupida barba le cubría el rostro. No podía razonar qué pudo ocurrir. Tal vez, en el último
momento de la vida de aquel pobre hombre, le habrían consolado ofreciéndole
la santa imagen para hacerle más llevadero su inminente trance.
Con gran resignación, la chica se
retiró, de súbito, del inhumano carro para cobijarse en una lejana esperanza.
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