CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Deogracias era una chica que colaboraba
para organizar fiestas. Tenía un buen carácter, que atendía a
todos con cortesía y delicadeza. Servía un gran vaso de ponche de frutas bien
cargado. A todos les gustó pues le daba un punto excepcional.
Con la
sonrisa en los labios fueron saboreando el delicioso alimento que ella había
preparado hasta que dieron las nueve de la tarde, hora prevista para inaugurar
la verbena veraniega de una noche de plenilunio.
Un conjunto
de música pop iniciaba su actuación con unas palabras de reconocimiento a los congregados,
augurando que la noche sería joven y romántica. Cada cual se tomó tiempo para
ir buscando a su pareja de baile, después de entonarse con la primera pieza.
Uno de los
jóvenes, un poco socarrón, dijo a su amigo:
–Voy a ver
si encuentro a la esbelta Deogracias. Le pediré que baile conmigo y aceptará,
ya lo verás –y ojeó detenidamente, desde un altillo junto al muro, todas las
cabezas de los que no danzaban, sin poder vislumbrar a la despampanante chica. No
la encontró tras dar una vuelta, y se dispuso a dar otra. Por segunda vez se
encontró a su amigo y le repitió el comentario:
–Voy a ver
si me cojo a la Deogracias, y estaré con ella toda la noche; ya sabes que se me
da muy fácil y bien, le gusto –dijo con voz ostentosa.
Los músicos
propusieron continuar con otra canción melódica, cosa que el público aplaudió
con énfasis. A dos metros de distancia de los dos jóvenes, en una reunión
que había tras un árbol, permanecía inmóvil la chica que con tanto afán había
buscado. Entonces se dirigió hacia ella en voz baja, y tímidamente le preguntó:
–¿Por favor,
bailas?
Deogracias no
le respondió y, sonriente, se dispuso a recibirle. Con los brazos extendidos al
máximo, y con una lentitud desmedida, se los dejó caer sobre los hombros a modo
de palanca. No le permitió acercarse a ella en toda la noche.
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