CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Entre las junqueras del estanque
las ranas croaban incansables su resuelta partitura, complaciendo a la noche
cálida y buscando ansiosas, tal vez, a sus parejas. Las sopranos tenían sus
cuerdas bien templadas, dando unos tonos sonoros, brillantes.
Pendiente
estaba yo de aquellos cantares anfibios cuando recordé la rana del cuento a la
que besó un príncipe y se convirtió en hermosa doncella, a pesar de que su piel
resbaladiza no era apetecible para ser besada.
Todas las
tardes del verano cantan a coro, y en una de ellas me acerqué sigiloso al agua
cristalina que transmitía las suaves ondas de sus imperceptibles saltos. Los
resueltos ojos, casi escondidos bajo la superficie, escudriñaban, sin ser
vistos y, sin alterarse, mi figura. Me agaché y me fui hacia la parte más
tupida de las junqueras altas, con una lentitud tan exagerada que logré coger a
una. En mis manos la contemplé y la acerqué a mi cara. Entonces se me ocurrió
darle un ligero beso. Con las patas estiradas, me miró atenta. Yo la observaba,
como esperando una transformación instantánea. Como no ocurría nada, le secundé
con otro beso, dándome la impresión de que me sonreía. Nada de eso. La puse suavemente
en la palma de mi mano y al final se decidió a dar un salto olímpico con un
estilo impecable que la llevó hacia el centro del estanque.
Esta tarde
cuando anochecía me he pasado otra vez por la charca, cuando estaban en plena
sinfonía. Oigo algunos chapoteos. ¿Pensaría la rana que estuvo en mis manos que
al darle el beso quizá fuera yo el que se transformara en su príncipe?
No hay comentarios:
Publicar un comentario