LA BATALLA INCRUENTA
Cristóbal Encinas
Sánchez
Había tanteado sus venas, exhaustivamente,
comenzando primero por el brazo izquierdo. La enfermera se lo pensaba, como quien
sabe que al final tiene que arremeter contra lo adverso. Tenía mucha paciencia,
sabía la gravedad de la situación y no quería hacerle daño al muy sufrido y
cansado enfermo. Sentado en la silla de ruedas mostraba sus delgados brazos.
—Las venas están
duras. Claro, circulan los sueros a una velocidad impresionante y le recorren
el cuerpo matándole a su paso todas las células —afirmaba la enfermera, dándole vueltas
a pincharle.
Le estaba dando tiempo y palpaba muy
cariñosamente, buscando las escondidas venas, hasta encontrar un sitio
susceptible de ser pinchado en la parte anterior del antebrazo. Lo intenta y
después de varios segundos sale un puntito negro que se queda al principio de
la jeringuilla. Pasa medio minuto interminable, la vena está seca y ninguna
sangre fluye por la aguja.
—No nos vale esta vena, lamentablemente –apostilla,
reticente la enfermera.
Saca la aguja, pone algodón y aprieta en el pequeño orificio. A
continuación le toma su mano derecha y desde el dorso tantea otra vez, en
sentido ascendente, hasta el codo. Esta vez tiene la certeza de que sí la
encontrará, porque no le queda más remedio. Sigue con sus golpecitos rítmicos como animando a salir al
preciado líquido. Por fin introduce la aguja horizontalmente y al instante
brota airoso, libre, un caudal que llena medio centímetro del tubo de
cristal. Al enfermo no le ha dolido nada. —Te has portado como un valiente —le susurra al oído con un gesto muy humanitario y complaciente para él.
En la batalla que se librará a continuación, en el
laboratorio, ya no se herirá a nadie. El enfermo sonríe y se va a descansar, satisfecho.
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