A la
hora de la siesta, salió mi abuelo para despedirse de sus amigos. Se iba, no
muy convencido, a su primer viaje del Imserso. Estaba intranquilo haciendo sus preparativos,
juntando sus medicinas, su tarjeta de la Seguridad Social, los números de
teléfono. Subía a las cámaras de la casa con mucha frecuencia, cosa inusual.
Cuando salió de la casa se llevó su impermeable para protegerse de la lluvia, pues
era el mes de febrero y no quería quedarse en tierra por coger un resfriado. Eso
era signo de que vendría tarde.
Mi madre pensó que algo le preocupaba, en demasía
a mi abuelo y cuando comprobó que traspuso la esquina de la calle me dijo que
le acompañara a las cámaras, que íbamos a averiguar el motivo de su desasosiego,
así que subimos preparados y tranquilos para rebuscar en todos sitios. Abrimos
un arca de ropa, pensando que allí lo encontraríamos, pero todo estaba como
recién planchado. Debajo de los asientos de un sofá antiguo, pero tampoco. Nos
fuimos a la maleta de madera que era el escondite de sus libros de siempre,
pero el polvo indicaba que no se había abierto. Levantó mi madre la vista hacia
el techo, a las vigas, buscando un posible hueco entre el encañado. Vislumbró,
próximo a las coces altas, en el rincón, unas huellas que oscurecían la cal, como
de haber manoseado. Cogí la escalera de aluminio sujeta en el clavo y la
descolgué para apontocarla en la pared. Metí la mano encima de la viga y
encontré un sobre color sepia sujeto con una goma elástica. Se lo solté a mi
madre que lo recogió en su mandil.
—¡Niño!, baja, que aquí hay unos papeles muy bien
ordenados —me dijo mi madre con interés manifiesto. Con mucho cuidado lo abrió
y, sobre el sofá, extendió todos los papeles del sobre. Uno de diez mil
pesetas, otro de cinco mil y cuarentaidós billetes de veinte duros, equivalentes
a ciento noventa y dos billetes de cien ptas. Rápidamente hizo memoria y se remontó a
febrero del 1992, cuando el abuelo decía que España ratificó el Tratado de la
Unión Europea, en Maastricht y no nos convenía hacerlo, porque estábamos en
inferioridad de condiciones. Aquellas
palabras no las olvidó ya mi madre. Desde hacía ocho años, cada final de mes mi
abuelo empezó a guardar dos billetes de veinte
duros de su paga y no los gastaba. Cuadraba la cuenta exactamente.
–“¡No nos conviene entrar en ese tratado!” -
repetía muy a menudo.
Ahora empezábamos a comprender, mi madre y yo,
muchas de las manías de mi abuelo. La
razón era evidente: por si algún día no le llegaba su pensión. Siempre había
sido muy previsor.
Me ha gustado la maleta de madera como escondite de sus libros.
ResponderEliminarUn abarzo.