COMETAS EN EL AIRE
Cristóbal Encinas Sánchez
“Su cometa es azul y la construyó él mismo de forma sencilla: con dos palos finos cruzados y encastrados a modo de diagonales de un cuadrilátero, envueltos y sujetos con un fino y resistente plástico claveteado. Tiene un círculo rojo pegado al mismo, inscrito en el ángulo agudo, que cuando se aleja la cometa resalta sobre el fondo azul. Rodeado de sus amigos, su figura sobresale por encima de ellos. Yo los observo estos días desde unas rocas separadas de la playa.
Es
el más alto de todos. Su tez es morena, ojos negros a rabiar, pelo largo a
juego con los ojos, con ligeros destellos azules. Su nariz es aguileña, con una
prominencia discreta que le hace adoptar
un aire con reminiscencias árabes. El chico me gusta y por ello me ubico al
soslayo del aire a veces violento y frío, tumbada al sol. Los días ya son más
cortos, pues estamos casi a mediados de septiembre.
Dispongo
de mi cámara Nikon, que en época estival, porto en bandolera. Siempre trato de
que él salga en todas mis fotos, aunque sea en la esquina. Hoy no he cesado de
apretar el disparador, lo hago automáticamente”.
Solía leer esto aquel muchacho cuando montaba en la yegua Garbosa. El carácter tranquilo del animal le permitía hacerlo sin sobresalto. En su mano izquierda llevaba un diario y las riendas con la derecha, por si acaso. Se apreciaba que le interesaba sobremanera lo allí escrito; se ensimismaba leyendo y el animal marcaba su paso, sabiendo adónde tenía que ir. El diario lo había perdido alguien en la casa que alquilaba su tío varios años atrás. Esta casa estaba en un pueblo de la costa andaluza. Su tío se lo encontró al ir a hacerle la limpieza, después del período veraniego, en una hornacina próxima al sofá que había junto al rincón donde estaba la lámpara de pie. Un sitio perfecto para leer y escribir con una ventana al poniente, por donde se veía el mar y el sol trasponer. Esmerado en arreglarla hasta el último detalle, consiguió sacarle beneficio. Así que la alquiló a varias familias que entre ellas se conocían y que se fueron pasando la llave cuando se les acababan las vacaciones. Fue una de las hijas de la última familia la que se dejó olvidado el diario. O tal vez lo dejó para continuar al año siguiente con la inacabada historia y así darle el final feliz que ella deseaba.
Al
muchacho le había interesado aquel manuscrito que le dio su tío, con la condición
de que lo conservara bien y no lo perdiera, porque se lo podrían reclamar. Y
siguió leyendo:
“Todos
los niños corrían separados a cierta distancia volando su cometa. Habían
aprendido a hacerlo de una manera correcta. Pero aquel muchacho alto lo hacía como
si sus manos hablarán a su cometa azul con el punto rojo: ¡subía, cruzaba el
cielo, se alejaba, para observar tierras distantes y mágicas. Era diestro en su manejo, mejor que nadie y por
eso era aclamado. A él le gustaba y se dejaba mecer. Había chicas que
merodeaban viéndolos jugar y mover de arriba abajo sus cometas de colores. Era
un bonito espectáculo. Para descansar y celebrar el acto todos los chicos
pedían unas gaseosas en el quiosco. Después se marchaban. Él miraba hacia las
rocas y me buscaba, sabía que estaba tomando el sol a la vez que espiaba mis
movimientos. Levanté mi mano en señal de despedida. Él dijo adiós y otras
palabras como:“nos veremos mañana al atardecer”. Le noté que tenía un acento
muy distinto al nuestro. Me hizo al final el gesto del námaste, en señal de
despedida, como hacen los hindúes en esas películas de la selva donde muestran a
los elefantes muy adornados.
Transcurrió
casi todo el día siguiente y no vino a la playa aquel muchacho que me había
citado. Antes de que anocheciera me fui a la casa. A otro día hice lo mismo.
Los demás niños jugaban en la playa, como siempre volando sus cometas y parecían
no echar de menos al chico moreno de los días anteriores.
Dos
personas mayores pasaron delante de mí con gesto grave, tristes y apesadumbrados.
Hablaban de los atentados con dos aviones a los dos grandes edificios.
Día
tras día, larga fue mi espera hasta que volvimos a nuestra casa, tras el último
día vacacional. Quizá al año siguiente vuelva a ver al joven”.
Estas
eran las últimas palabras que el muchacho leía embelesado en el diario de
aquella chica enamorada. Él también
deseaba tener a una admiradora como aquella, tan pendiente de él y tan guapa;
contar con alguien que le esperase cada tarde, y tener un rato de conversación
amistosa y espontánea, para explicarle después muchas de las cosas que él había
aprendido.
Cerró
el libro con pausa y señaló la última página escrita con un trozo de papel.
Inesperadamente espoleó a su jaca y se perdió en la montaña como el viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario