CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Aún no había
amanecido cuando oyó movimientos extraños en el huerto y en la calle más
próxima. Esto le causaba cierta zozobra y mal estado de ánimo. Se desperezaba
un día de frío intenso, casi invernal. En el ambiente había intenso olor a humo,
un poco atenuado por otro olor a cebolla que le resultó inusual.
Con la mosca en la oreja, se
levantó muy suspicaz del lugar donde descansaba. Se puso algo nervioso al oír unas
pisadas de botas que armaban mucho ruido, como si estas fueran apartando obstáculos
del camino. Quiso acercarse a un pequeño agujero practicado en la pared hecha
con ripios y yeso, mal encalada, para observar; pero se escondió tras una columna
que había tras la puerta y aguantó la respiración, rígido, todo el tiempo que
pudo para que nadie reparara en él. Justo en ese momento, oyó un grito que
denotaba un dolor terrible, mantenido
durante varios segundos. Ante la situación empezó a temblar de tal manera que
no se tenía de pie; por ello optó por echarse al suelo y tranquilizarse para evitar
cualquier golpe que él que pudiera producir y lo delatara.
Esperó recostado, y se cercioró de que la puerta estaba bien ajustada. Mientras tanto, los pasos de alguien se iban acercando, aceleradamente, y la conversación de aquellos madrugadores siniestros la percibía con nitidez. Entonces, las cerdas de su cuello se le pusieron tiesas como leznas a la vez que un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. El corazón le latía con ímpetu descontrolado, como nunca, desaforadamente.
Esperó recostado, y se cercioró de que la puerta estaba bien ajustada. Mientras tanto, los pasos de alguien se iban acercando, aceleradamente, y la conversación de aquellos madrugadores siniestros la percibía con nitidez. Entonces, las cerdas de su cuello se le pusieron tiesas como leznas a la vez que un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. El corazón le latía con ímpetu descontrolado, como nunca, desaforadamente.
Alguien de grupo deslizaba un útil metálico sobre otro,
con cierta pericia, como si estuviera afilándolos. Otro decía, a varios metros
de la puerta, que si hacía falta una antorcha para entrar. Una voz conocida y
cálida para él respondió, suavemente, diciendo que sí:" Ven tú solo
conmigo, los demás, atrás, que no os vea y lo cogeré por sorpresa, no se
alarmará".
El que estaba acorralado
vio cómo se abría la vieja puerta de encina, igual que todos los días. Pero en
vez de traerle un cubo con comida, su amo le mostró un gancho con la punta
afilada y asido por el extremo curvo. Quedó estupefacto. Si en ese momento le
pinchan no echa ni una gota de sangre. A continuación reculó hacia el rincón de
la zahúrda donde había dormido plácidamente.
El matarife se le acercó circunspecto pero tratando
de propiciar una irónica sonrisa que no cuajaba. De golpe, le echó el gancho a
la papada y tiró hacia sí, quedando atrapado por debajo de la mandíbula.
Entonces chilló desesperadamente, no podían hacerle sufrir sin razón alguna.
Suplicó una y otra vez pidiendo clemencia, él era inocente. No le hicieron caso, y lo transportaban casi en volandas. No tenía escapatoria: lo llevaban al cadalso.
Suplicó una y otra vez pidiendo clemencia, él era inocente. No le hicieron caso, y lo transportaban casi en volandas. No tenía escapatoria: lo llevaban al cadalso.
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