C ristóbal Encinas Sánchez
El
señor alcalde, que era muy beato, predicaba las buenas acciones y la reconciliación
fraternal. Solía ir al campo a diario para hablar con los braceros, contándoles
historias para que pasaran mucho mejor su jornada, que era las más de las veces
trabajosa y cansada. Cada día desde su ventana, cuando alguien pasaba por la
puerta del ayuntamiento, se fijaba y apreciaba la aceptación que tenía la
bandera enclavada en el balcón. Este detalle lo tenía muy en cuenta, y si le
hacían el saludo o se cuadraban delante de ella un instante, le satisfacía.
Con
el paso del tiempo comprobó que uno de los transeúntes nunca miraba al emblema
ni se paraba a hacer, por lo menos, el paripé, cosa que le disgustaba
profundamente. Por ello, al señor alcalde se le ocurrió llamarlo, ya que
mostraba siempre tan rebelde talante. A través de la ventana de su despacho, le
hizo una señal, dando unos ligeros golpes en el cristal, para que entrara a
verlo con premura.
A
pesar de su asombro, el que fuera llamado supo reaccionar al momento y entró
donde se le requería. El alcalde le dijo que si podía hacerle el favor de
llevarle una carta urgente al comandante del puesto de la Guardia Civil del
pueblo de al lado, para una acción inminente. Ante este panorama, el hombre se
prestó a hacer este servicio sin ningún impedimento ni retraso dada la
imperiosa necesidad, y guardó la carta en el bolsillo interior de su chaqueta y
lo abotonó no fuera a perderla.
Transcurrió
una hora y media hasta llegar al cuartel andando, presentándose con la carta en
la mano ante el soldado que estaba de guardia. Preguntó por el comandante y si
podría entregársela personalmente ya que se la enviaba una autoridad del
pueblo. El del puesto le instó a sentarse tranquilamente, pues el jefe estaba
ocupado. Le avisaría y, cuando llegara, podría entregarle aquel documento tan
importante. Al cabo de un buen rato se abrió la puerta de la pequeña oficina y
el comandante entró dando los buenos días. Él se levantó rápidamente de la
silla y le respondió con cortesía a la vez que le confiaba la singular carta,
sin haber osado siquiera mirar su contenido. Con un gesto recatado y
benevolente, el jefe leyó para sí con un suspiro prolongado: "Haga usted
el favor de meter a la persona portadora de esta carta, por un período de tres
días, en la prevención, por haberle negado el saludo a nuestra bandera".
Tras unos segundos de perpleja espera, el comandante, cogiéndolo por el hombro,
lo acompañó a la puerta exterior del recinto. Y no solo no mandó ejecutar la
inusitada orden sino que le advirtió de que no debía de ser tan cándido y no
portar, en adelante, documentos de nadie que le inculparan de un delito
imaginario.
Hola, César.
ResponderEliminarSe ve que el alcalde no había leído la "Guía de alcaldes" y no tenía muy claro eso de la separación de poderes.
Y ¿quién no se atreve hoy en día, por muy ignorante que sea, a opinar si tal acción o la otra es delito o debería serlo?
Efectivamente, él tenía la confianza de que le harían caso. Afortunadamente se equivocó, y aún siendo tan beato no perdonaba tan fácil. Eso de la" Guía de alcaldes" es un buen invento. Por otro lado y dentro del contexto de que cualquiera puede opinar, no creas que mucha gente se embarca por derroteros todavía un poco inexpugnables. Gracias a Dios hay gente que sí, con el debido respeto, que ese nunca hay que perderlo. Gracias, Fernando, por tu valiosa opinión, y por leer mi relato.
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