Cristóbal Encinas Sánchez
Un amigo le preguntó a otro, que tenía el raro oficio
de porquero, que por qué siempre se jactaba de que sus cerdos le hicieran caso
cuando les hablaba para que no se metieran en fincas ajenas. Le respondió que
estaban sembradas de hortalizas y para que no las destrozasen los nombraba.
Simplemente lo hacía por satisfacción docente, para que aprendieran.
Reacio el
amigo a creerse estas bromas, que le parecían una exagerada tomadura de pelo, le propuso
que se echaran una apuesta, allí donde pacían, y comprobarlo por él mismo. El porquero le respondió que no tenía inconveniente
en demostrárselo, lo que el otro aceptó de buen grado. Le preguntaría algo muy personal a uno de los cerdos y que este, seguramente, le
contestaría. Y que la respuesta se la daría haciendo ligeros movimientos repetitivos de
su extremidad trasera izquierda.
Comenzó la
prueba. El cuidador se acercó al cochino y con voz susurrante le preguntó:
—¿Cuál es la
patita del porquero?
El cerdo lo
miró muy atento, como pensativo, pero no hizo ningún gesto especial con su extremidad, por lo
menos de momento.
—Te lo diré
de otra manera –le hizo un extraño ruido con la boca: tlo, tlo, tlo...pero nada,
Se acercó un
poco más al cerdo, mostrándole la mano y haciéndole un gruñido que él conocía
bien: uhrrr, uhrrr... Acto seguido empezó a rascarle el lomo. Y al cerdo,
quieto, parecía gustarle. Siguió rascándole por la barriga, pausadamente.
Continuó de forma suave, hasta que el marrano dio muestras de querer tumbarse
en el suelo. Se arrellanó, cómodamente, sobre su lado derecho. El hombre le
rascaba sin prisa alguna y el cerdo resoplaba, ostensiva y placenteramente, de
vez en cuando. Este rascar continuo se alargaba en un ambiente de calma y
al animal le producía una ligera somnolencia; le pasaba la mano por la
cabeza, la papada, el pecho, las nalgas.
Con una voz
pausada se disponía a hacerle la misma pregunta otra vez, sin dejar de rascarle
en el pabellón de la oreja. Le habló como si lo hiciera a una persona ávida de
recibir sus palabras. Y en ese instante fue cuando le introdujo el dedo índice
en el oído y lo sacudió varias veces a la vez que le decía:
—¿Cuál es la
pata del porquero?
Automáticamente,
como un resorte, el animal levantó su pata izquierda y con un movimiento
convulsivo la zarandeó varias veces queriéndole decir:
—“Esta es la
pata, esta es”.
Después de la
demostración, descansó el cerdo llevando su pata sobre la otra en reposo.
Con clara
notoriedad el porquero se dirigió a su amigo:
—¿Te has dado
cuenta, hombre, cómo responde a mi pregunta?
El amigo se
quedó un poco extrañado, pero se reía a carcajadas cuando insistió otras dos veces
más con la misma pregunta y el animal siguió dando la
consabida respuesta.
El porquero, que se había criado
en el campo, sabía bien su oficio. Los cuidaba desde que amanecía y los tenía
bien alimentados. Atendía solícito si los cerdos se aproximaban a las encinas,
indicándole con ello que querían comer bellotas dulces. Él las
vareaba y a la vez los nombraba para ver si se habían quedado satisfechos. Y en
esas atenciones estaba cuando adiestraba a los más despabilados en cosas que
podían hacer gracia a la gente. O por lo menos eso era lo que él decía.
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