EL SERPIENTES
Cristóbal Encinas Sánchez
EL “Serpientes” tenía once años. Su
divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio.
Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su
manga. Le brillaban sus ojos y fruncía el ceño insinuando a sus espectadores que tenía valor.
Siempre
estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno le requirió este para ayudarle en la recogida de las ramas, cuando cortara unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había
próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que
obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a
retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para
empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que
la pala dio contra uno de los alambres y rebotó. El padre voló para quitársela
de las manos. La cortante cadena se paró radical. Pero ya era tarde. De la frente
brotó un manantial de sangre y rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño
reconoció su imprudencia y le dijo que apenas le dolía. El padre, sofocado, echó
mano al teléfono y marcó el 061. Una muchacha le contestó:
- “Siéntelo,
apriétele fuerte la herida y cúbralo con una manta”.
Nueve
minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La
sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño abstraído, hizo
el disimulo de intentar coger a un gato romano que merodeaba por allí.
En quince
minutos llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso.
Un médico moreno y alto, con acento, dijo:
-“ La herida no es grave, el hueso está
intacto”-. ¡Qué gran descanso experimentaron los padres! -“Es una arteria
seccionada pero la coseré bien, sin provocarte dolor. Ahora, tienes que hacerte una
resonancia”-. Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable y que
le auguraba bien.
-“Prométeme no jugar más con esa ruidosa
máquina ”.
- “Sí, se lo prometo- respondió resuelto-, pero es que vi un ciempiés y...”.
Presentaba
un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada.
A los cinco
días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero escandalosa en la infantil cara, y al descubierto
para que se orease. El peligro había desaparecido.
Bajando
por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su
percance. Una mujer joven y su hija, de unos cinco años, se subieron en la planta segunda.
El niño la miró con cara de satisfacción, alardeando de una frente recompuesta
y sana, a la vez que movía su cabeza y fruncía, vivaracho, el entrecejo como él sabía
hacerlo.
La niña, espantada, vio aquella cicatriz y se pegó a su madre: se asemejaba a una viborita reluciente que se adentraba en la
espesa cabellera negra del aquel curioso personaje.
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