CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
La fachada de aquel destartalado inmueble
tenía un aspecto desaliñado que no pasaba desapercibido. La puerta era de acero
oxidado y llamaban la atención sus aldabas y adornos hechos de filigranas antiguas con temas de
guerra y sacrificios. Se sabía que en el recinto entraban seres abominables por
las noches, y cuando salían de madrugada eran figuras transformadas, encapotadas, que montaban briosos
corceles negros que desaparecían como una exhalación.
Sus siluetas mostraban unas cabezas desproporcionadas, igual que sus extremidades y unos ojos luminiscentes cargados de odio. Se decía que estaban desposeídos de humanidad, llenos de vicios y maldades inimaginables, que a su paso por los pueblos dejaban un rastro de terror incomparable. Aparecían todas las flores cortadas y esparcidas en las calles, manchadas con vómitos de sangre, y arrancadas de cuajo orejas y narices ensartadas, formando macabras guirnaldas. Así disfrutaban en su desenfrenada carrera de desolación.
Sus siluetas mostraban unas cabezas desproporcionadas, igual que sus extremidades y unos ojos luminiscentes cargados de odio. Se decía que estaban desposeídos de humanidad, llenos de vicios y maldades inimaginables, que a su paso por los pueblos dejaban un rastro de terror incomparable. Aparecían todas las flores cortadas y esparcidas en las calles, manchadas con vómitos de sangre, y arrancadas de cuajo orejas y narices ensartadas, formando macabras guirnaldas. Así disfrutaban en su desenfrenada carrera de desolación.
Antes de
llegar el día se refugiaban en cavernas y en simas nunca descubiertas, donde
nadie pudiera entrar y sorprenderlos. Cuando el crepúsculo
se acercaba a su ocaso y daba paso a una oscuridad total, entonces ellos
proseguían con su actividad maligna. La gente que habitaba sus pequeñas casas se
horrorizaba por los alaridos y estridencias que producían. Los animales
presentían el mal agüero y salían de sus madrigueras atropelladamente, como si
se hubieran vuelto locos. Después eran cazados y, previamente sacados sus ojos, los engullían.
Los únicos
lugares que no visitaba la repugnante jauría eran los reductos donde el amor se
manifestaba generosamente y, a primera vista, donde reinaba un estado de confraternidad
y armonía.
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