CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Era un empresario
que se metía a todo. Tenía ocho hijos a los que alimentar. Y una chimenea de treinta
metros de altura se la ofrecieron para tirarla al suelo. Tal tarea era harto difícil
de acometer y con los medios de que
disponía, que eran ningunos, más; solo tenía sus brazos y su agilidad.
En todo su
trayecto vertical, tenía la chimenea unos hierros anclados en forma de u, que
servían para agarrarse y trepar por su interior. Con gruesa capa de hollín adherida al paramento tampoco era de muy buen
gusto empezar picando y arrancando el negro y untuoso polvo, para echárselo encima. Pero no había otra alternativa.
Por la
mañana, con un tapabocas se cubrió la boca y la nariz , para meterse en faena. Se ató con una buena
cuerda de esparto y colocando el pie en cada uno de los hierros y en la pared interna comenzó
el ascenso. Cuando llegó arriba ondeó el pañuelo blanco para que lo viésemos bien
y por la cuerda que llevaba atada al ciento se le amarró una pequeña escoda.
Ahora venía lo más peligroso. Iba descubriendo los ladrillos de obra y dejándolos caer al vacío. De vez en cuando tenía que
bajar para tomar aire limpio y lavarse los ojos y la cara.
Cuando no
llevaba más de dos metros de derribo encontró una pequeña caja inserta en los
ladrillos, recubierta de un paño de amianto. Para
extraerla hizo palanca con el filo cortante de la herramienta. La examinó y
optó por bajarse, haciendo una señal de que iba a descansar. Ya en el suelo, se dispuso a abrirla, y dentro se encontró con
que había un pergamino un poco acartonado. Allí venía bien especificado que en la
base de la chimenea, en el primer sótano, había un cofre con herramientas de
orfebrería y en su base unos quinientos doblones de oro del tiempo en que los últimos
españoles vinieron de hacer las Américas, y que eran producto de un naufragio enfrente de las costas de Cádiz.
Es
inexplicable, con cuánta alegría, se fue mi padre hacia la chimenea, con tantas ganas
de terminar pronto aquel pesado y peligroso trabajo. Sudaba y sudaba a pesar del
frío que hacía hasta que la derrumbó. Cuando acabó de tirar la chimenea, buscó en la base donde estaba el gran cofre de metal inserto en una arqueta hermética de hormigón.
Desde su hallazgo mi padre había confiado en las indicaciones de aquel plano salvado de la ruina y, con sus augurios, cambiaría el curso de nuestras vidas.
Después, en
el otoño, la cigüeña se encargó de traernos
dos hermanos más y mi madre procuró que en
mi casa hubiera siempre prosperidad y alegría. Y nunca nos faltó el
trabajo.
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