Cristóbal Encinas Sánchez
Mi padre compró un burro grande para que
nos ayudara en las labores del campo, a sacar la aceituna al cargadero y
transportar la leña que nos hacía falta en el invierno. Era un burro joven de
cuatro años que no estaba muy trabajado, sin experiencia, ni metido en otros
avatares que no fueran los de pastar en las riberas de las acequias y la de
sacar las espigas del cereal en los rastrojos en época veraniega.
Mis padres disponían de una pequeña finca con un cortijillo
donde guardábamos las herramientas que nos hacían falta para recoger las
aceitunas: unos lienzos, la criba, unas varas y dos espuertas. Los hijos de
nuestros vecinos colindantes jugaban con mis hermanos y conmigo casi todos los
días. Nos gustaba subirnos al burro y hacer carreras con él, aunque a este no
le apetecía demasiado. Nos pasábamos las horas, después del colegio,
interminables haciendo lo que nos daba la gana, pescando en el río,
inspeccionando las cuevas, motivos por los cuales no perdíamos la ilusión de
estar siempre inventando cosas. Teníamos confianza mutua, y sabían que mi
padre nos había dicho que era muy importante no perder de vista al burro, por
lo que ellos nos ayudaban a vigilarlo. Por cierto, nos había costado una fortuna,
5000 ptas. -el valor de una buena casa-, que nos prestó el banco a
un interés elevado, y que no pagaríamos hasta pasados cinco años. Esa era la
preocupación de mi padre.
Un día en el
que me entretuve unos minutos en un venaje cortándole un haz de hierba, no lo
vigilé, y fueron suficientes para que el asno desapareciera. Cuando me di
cuenta comencé a andar desasosegado, como un loco, corriendo de un lado para
otro, subiendo y bajando por las laderas hasta el río, entre los álamos; pero
nada, se había esfumado como por ensalmo. Me fui a mi casa y se lo comenté a mi
padre que acababa de llegar. Él me lo notó al instante, por eso se lo dije
abiertamente: "Me he distraído preparando el haz, y olvidé tu encargo de
no perderlo de vista por nada del mundo. A continuación me dio dos tortas
buenas que sonaron estrepitosamente y mi hermano mayor, que estaba allí, no
hacía más que repetir que el burro no podía estar muy lejos del lugar donde lo
até. Eso acalló su ira, pues habría ido, sin dudarlo, a algún lugar donde hubiera mejores pastos;
que nadie podía haberlo robado porque había mucha gente conocida por los
alrededores y los del pueblo, aseguraba, no lo habían
secuestrado. Nuestro Garbancito no estaba al tanto de conocer a otras
burras, pues era joven para ello, pero nuestros vecinos se encargaron de
ello. Tenían una burra en edad fértil y aprovecharon mi despiste para
llevárselo y encerrarlo en un espacio flanqueado por grandes piedras casi
imposibles de traspasar, pues solo había un hueco para entrar, y ellos, conocedores
del lugar, fue allí por donde lo metieron.
Cuando ya
estábamos, mis hermanos y yo, hartos de
buscarlo y de alejarnos cada vez más del lugar en que se dejó pastando, decidimos
a la caída de la tarde volver al sitio, y seguiríamos su rastro. Pero no fue
así . ¡Cuánta no fue nuestra alegría cuando vimos al burro en el mismo sitio en
que lo dejé! Yo corrí a decírselo a mi padre, que lo estaba pasando muy mal y
discutiendo con mi abuelo, el cual le quitaba dramatismo a la situación. Así les
repetí varias veces a los dos: "Garbancito no está perdido, está en
el mismo sitio que lo dejé". En ese
momento, mi padre mostró alegría y un poco de pena, seguramente por
haberme dado las dos guascas. Yo, entonces, traté de explicarle que ya no me
dolía nada y que estaba muy feliz.
Meses más
tarde nos enteramos por los vecinos de que se llevaron el burro para ver si al siguiente año tenían un pollino que,
sin lugar a dudas, pariría su burra.
Y así fue
como mi Garbancito tuvo un hijo. Después aprendimos el juego de seguir
presentando a la pareja en el mismo recinto para ver cómo se las arreglaban
para conseguirlo. Y fue muy divertido. .
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