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lunes, 30 de noviembre de 2015

LA CAPA VERDE


Cristóbal Encinas Sánchez
                        Foto de Juan Quesada Espinosa

               
         No se había determinado a elegir, a pesar de sus años, el color de su capa. El que más  le gustaba era el verde y después el rojo. No era muy exigente, pero le tenía encargado a su familia que si moría de forma inesperada lo envolvieran en una prenda así, tan refinada. A él le hubiese gustado ponérsela alguna vez, pero le daba vergüenza porque decía que era una pieza de otro siglo y le parecía ridículo llevarla en estos tiempos.
Pasaron los años y le llegó el momento de morir en una tarde de invierno, sin dar manifestación de enfermedad. El menor de sus hijos recordó, con prontitud, el deseo de su padre de llevar puesta una capa el día de su mortaja, en su último viaje.
En el hotel donde trabajó, el fallecido se reconfortaba mirando a través de las grandes ventanas donde colgaban gruesas cortinas de terciopelo verde en el salón verde, y terciopelo rojo en el otro salón. Cuando pasaba cerca de ellas, se aproximaba y las estrechaba entre sus manos y, llevándolas a su cara, inspiraba profundamente el perfume que emanaban y que le recordaban las horas de estancia feliz, en sus días de plenitud.
Era sábado por la tarde, cuando ocurrió el deceso, y pronto se echó la noche. No hubo tiempo de ir a la tienda a comprar la mencionada capa. El fallecido lo había dicho en repetidas ocasiones, que quería estar envuelto en el delicado paño el día de sus exequias, que sería feliz así. Entre los asistentes al sepelio, un amigo recordaba cómo lo decía con pasión. Pero, a pesar de todo, nadie dijo nada sobre el tema y todos se fueron yendo,  a medida que consideraron que ya habían cumplido con la familia.

A altas horas de la madrugada, este amigo se fue  a trabajar como siempre, pues tenía un horario especial. Ya en el hotel se metió, sigiloso, en el salón de los grandes ventanales y descolgó muy lentamente una de sus cortinas de terciopelo verde y la introdujo, bien doblada, dentro de un saco. No hizo el mínimo ruido que pudiera llamar la atención. Al pasar por recepción, le dijo al encargado que tenía salir a su casa a llevar aquel paquete de ropa que se le había olvidado el día anterior. El otro no contestó, simplemente le miró y siguió con su ocupación.                                      Cuando llegó a su casa, sacó el paño del saco. Lo tendió en su cama, ató las puntas al cabezal de esta y al armario para tensarlo después y marcar una circunferencia de un metro de radio con una cuerda y un rotulador blanco. Cogió las tijeras y cortó el círculo dibujado. Con el mismo centro, volvió a marcar otra circunferencia de treinta centímetros de diámetro. Así quedaba diseñada una corona circular de terciopelo que envolvería perfectamente el cuerpo de su amigo.                                                                Bien temprano, antes de que fueran al velatorio los más madrugadores, su generoso amigo se presentó en la casa del difunto. Sacó la improvisada capa y le ayudaron sus familiares a ponérsela al muerto. Ninguno de estos le preguntaron de dónde había sacado tan singular prenda pero que, ya puesta, le quedaba muy bien, le daba el mejor aspecto. Convincentemente, mostraba cara de desatisfacción al ver cumplido su último deseo.

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