No se había
determinado a elegir, a pesar de sus años, el color de su capa. El que más le
gustaba era el verde y después el rojo. No era muy exigente, pero le tenía
encargado a su familia que si moría de forma inesperada lo envolvieran en una
prenda así, tan refinada. A él le hubiese gustado ponérsela alguna vez, pero le
daba vergüenza porque decía que era una pieza de otro siglo y le parecía
ridículo llevarla en estos tiempos.
Pasaron los años y le llegó el momento de morir en una tarde de
invierno, sin dar manifestación de enfermedad. El menor de sus hijos recordó, con
prontitud, el deseo de su padre de llevar puesta una capa el día de su mortaja,
en su último viaje.
En el hotel donde trabajó, el fallecido se reconfortaba mirando a
través de las grandes ventanas donde colgaban gruesas cortinas de terciopelo
verde en el salón verde, y terciopelo rojo en el otro salón. Cuando pasaba
cerca de ellas, se aproximaba y las estrechaba entre sus manos y, llevándolas a
su cara, inspiraba profundamente el perfume que emanaban y que le recordaban las
horas de estancia feliz, en sus días de plenitud.
Era sábado por la tarde, cuando ocurrió el deceso, y pronto se echó la
noche. No hubo tiempo de ir a la tienda a comprar la mencionada capa. El fallecido
lo había dicho en repetidas ocasiones, que quería estar envuelto en el delicado
paño el día de sus exequias, que sería feliz así. Entre los asistentes al sepelio,
un amigo recordaba cómo lo decía con pasión. Pero, a pesar de todo, nadie dijo
nada sobre el tema y todos se fueron yendo, a medida que consideraron que ya habían
cumplido con la familia.
A altas horas de la madrugada, este amigo se fue a trabajar como siempre, pues tenía un horario
especial. Ya en el hotel se metió, sigiloso, en el salón de los grandes
ventanales y descolgó muy lentamente una de sus cortinas de terciopelo verde y
la introdujo, bien doblada, dentro de un saco. No hizo el mínimo ruido que
pudiera llamar la atención. Al pasar por recepción, le dijo al encargado que
tenía salir a su casa a llevar aquel paquete de ropa que se le había olvidado
el día anterior. El otro no contestó, simplemente le miró y siguió con su
ocupación. Cuando
llegó a su casa, sacó el paño del saco. Lo tendió en su cama, ató las puntas al
cabezal de esta y al armario para tensarlo después y marcar una circunferencia de
un metro de radio con una cuerda y un rotulador blanco. Cogió las tijeras y cortó
el círculo dibujado. Con el mismo centro, volvió a marcar otra circunferencia
de treinta centímetros de diámetro. Así quedaba diseñada una corona circular de
terciopelo que envolvería perfectamente el cuerpo de su amigo. Bien
temprano, antes de que fueran al velatorio los más madrugadores, su generoso amigo
se presentó en la casa del difunto. Sacó la improvisada capa y le ayudaron sus
familiares a ponérsela al muerto. Ninguno de estos le preguntaron de dónde había
sacado tan singular prenda pero que, ya puesta, le quedaba muy bien, le daba
el mejor aspecto. Convincentemente, mostraba cara de desatisfacción al ver cumplido su último deseo.
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