Cristóbal Encinas Sánchez
Entrando por
el acceso del puente viejo al pueblo, vi entre las personas reunidas a mis
amigos que me esperaban. El conductor del autobús decidió parar allí. Bajé y me
dirigí a los que hicieron amago de saludarme. Había algunas caras lejanas que no osaron hacer un leve movimiento con la cabeza, estaban como agarrotados.
De solo veinte minutos fue la parada pero nos estuvimos
mirando todos a los ojos, casi con sorpresa de encontrarnos vivos y con ganas
de demostrar cierta alegría e interés, y también pena, pues rápidamente se nos
bajaron las lágrimas al pavimento. Casi
no hablamos nada pero seguíamos cogidos de las manos como cuando de pequeños
jugábamos a la rueda.
Los padres de mi novia permanecían como ausentes: pensaban
en la mala suerte de su hijo que acababa de llegar en un furgón oscuro
proveniente de París. Lo traían a su casa, ya sin ninguna expectativa.
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