Cristóbal Encinas Sánchez
Con unos pantalones viejos y una camisa
sin botones, el gitanillo bailaba descalzo. Estaba contento y jugaba con
gracia. Sus compañeros de la escuela pensaron en hacer una carrera a ver quién
la ganaba. Mientras formalizaban las condiciones para los participantes , él se
echaba otro bailecito en el espacio libre de una acera rota. Sus pies estaban
bien curtidos.
Era un
torbellino moviéndose y haciendo posturas con gran estilo. Tenía genio y
cantaba con entusiasmo: "Yo no quiero claveles..., lo tiro al pozo". Se
echó un nudo con los picos de su camisa y se preparó para echarse la carrera.
Cada uno de
los participantes había colaborado con algo para el ganador, y lo depositaron en una caja de cartón. Juntaron artículos muy dispares: un reloj viejo de pulsera, una
pluma Parker, un melón de piel de sapo, dos racimos de uvas de teta de cabra,
una bolsa de granadas y una pequeña
medalla de plata.
Comenzó la
carrera en el polvoriento camino de tierra. Al primer paso, uno de los
espectadores introdujo un palo entre las
piernas del gitanillo haciéndole caer al suelo. El que dio la salida se dio
cuenta de la trampa y mandó comenzar de nuevo. El niño, sorprendido, se levantó con rapidez, aceptando estoicamente
la broma y sonriendo. Todos tenían zapatillas pero él, descalzo, no tuvo
problemas para llegar el primero a la meta. Casi todos los asistentes le
aplaudieron efusivamente.
Se llevó la
caja de cartón con todas sus ricuras. ¡Cómo las disfrutaría con su familia! Se
le oyó cantar su canción preferida: “Que no quiero claveles, de ningún mozo”.
Rio a carcajadas, mientras uno de los participantes de más edad le miró con
desprecio, porfiando que a la siguiente vez no ganaría; pero él ya estaba
lejos.
Por la noche
se oyeron las campanas al vuelo. La gente escamada salió a las puertas de sus
casas. Un grupo de padres y de mayores del pueblo iban pidiendo que salieran
voluntarios para buscar a un niño que faltaba de su casa desde hacía muchas
horas. Durante toda la noche hubo trasiego de jóvenes deambulando por los lugares
próximos al pueblo, por el río, el llano y la dehesa.
Cuando
amaneció fueron a la senda de las Higueras, lugar por donde a él le gustaba ir
con sus amigos al salir de clase. Allí, era probable encontrarlo, en la zona
más escondida y vistosa. Subieron hasta la cueva que asomaba a la pared de un
farallón, donde él cogía algún murciélago para divertir a los más pequeños de
su clase. Pero no, allí tampoco estaba. Fueron después al barranco de las
Torcaces donde había un pozo seco de una considerable profundidad. Uno de los
padres y su hijo se asomaron al brocal y vieron un pequeño bulto en el fondo.
No lo querían creer pero parecían reconocer a una figura medio tapada con un
trozo de lienzo. No había duda. Dieron la voz del hallazgo: "Aquí, aquí".
Después, alguien asomó con una soga y el hombre se descolgó con cuidado por las
paredes de piedra.
Abajo, con
los brazos abiertos, como mirando para buscar un cielo en donde podría estar su
salvación, yacía el pobre niño muerto. Sobre su pecho desprotegido había
diseminados diez claveles blancos. En su puño entreabierto apareció una pequeña
medalla: la que había sido su mejor trofeo.
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