Cristóbal Encinas Sánchez
Tumbado en un rincón del patio, junto a
las macetas florecidas, adormilado y feliz se mostraba el gato de la casa.
Ronroneaba y comenzaba a desperezarse tras una buena siesta alejado de
cualquier sobresalto.
En esos momentos se
entreabrió la puerta de la calle, entornada para que no entraran las moscas.
Apareció una perra grande que, sigilosa, se fue acercando al patio y a la vez
mirando por entre la cortina de tiras de chapas de la cerveza. Observaba
detenidamente cómo un gato romano blanco y rubicundo disfrutaba a sus
anchas de todo el espacio. Cuando estuvo a la altura de él, muy delicadamente,
le miró a los ojos hasta sorprenderle. El estampido que dio el felino
fue espectacular. Nunca se vieron tantos músculos ponerse en acción, a una
velocidad impensable para encaminarse a la frondosa parra que le protegía del
sol.
Comenzó el gato a
escalar por el grueso tronco pero la perra ya le andaba a la zaga y con el hocico
le dio varios empellones hasta echarlo al suelo. Volvió a saltar el gato y esta
vez se encaramó por los ripios de la tapia, no llegando ni a la mitad de su
altura. La agresora volvió a atraparlo con su boca cuidadosa y lo zarandeó.
Maullaba exasperado al revolcarlo en el suelo en cada intento de escaparse.
Había comenzado un juego incruento, sin dolencias ni heridas, en el que la
perra llevaba siempre la iniciativa. Estaba acorralado y, tambaleándose en una
nube de polvo, se aproximó otra vez a la parra, cuando apareció el amo.
Este fue su salvación, pues cogió a la perra por el collar y así
pudo librarlo de su inquisidora, que ya lo tenía mareado de dar tumbos. Ya alejados,
los dos animales se observaban: ella satisfecha y él expectante y serio, con el
lomo encrespado y el hopo levantado como señal de advertencia.
En el entramado verde
del parral volvía a campar el gato resuelto como si nada ocurriese. A las
varias horas, cuando empezó a ponerse el sol, aún permanecía la perra tumbada,
junto al tronco, sin prisa esperando a que bajase el precioso minino, con una
paciencia inusitada al no tener este otro sitio por dónde salirse del recinto.
La seguridad que mostraba la perra era total: no se escaparía sin jugar otra
vez con ella. Infeliz pensamiento, carente de lógica, porque inesperadamente,
como un pesado bulto, se dejó caer el gato sobre el reposado cuerpo. La perra
se había distraído un instante, el cual aprovechó para saltar e invadirla. En
el momento de ponerle las patas sobre su barriga, se le escapó un ladrido que
escandalizó a los que estaban en la casa. A la vez cayeron varias macetas
al suelo y un cubo metálico que se utilizaba para regarlas. El alboroto
fue exagerado. La perra, adolecida y renqueante, se levantó de forma
atolondrada para seguirle. Por la puerta entreabierta pasó el gato como una
exhalación, dándose otro golpe contra el panel de la misma, que incrementó el
sobresalto de los allí presentes.
La perra se asomó a la puerta
de la calle y se quedó triste con un par de orejas muy receptivas. A los de la
casa les causó una sonora carcajada y a la vez admiración, al ver cómo se había
escapado el pobre animal, tras darle su escarmiento a la juguetona y
molesta perrita.
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