Era el mejor cantor de todos los animales enjaulados que
colgaban en las ventanas, a ambos lados de la estrecha callejuela. El cielo, en
las mañanas últimas del otoño, mostraba un color intenso. Las flores rojas y
amarillas de las macetas puestas en el suelo daban un contraste de lo más
pintoresco.
Los cantos que salían de su garganta, adornados de unos
deleitosos requiebros, hacían estremecerse a las parejas más cálidas de sus
adversarios. Saltaba en su amplia jaula de cúpula plateada, tan alegre que
parecía no faltarle nada. Era el más vistoso y, como sabiéndolo, se regodeaba
de su propia melodía, exultante, cuando alguien se paraba a la altura de su
puerta para escucharle.
Su dueña, joven todavía, posaba las manos sobre los alambres
acerados de la sonora jaula y le hablaba cariñosamente, mimándolo
y dándole caricias, cosa que el pajarillo agradecía. Después, él seguía
con su revoloteo imparable y su vigoroso trino.
Aunque habían pasado varios años, todavía recordaba a
su cuidadora cuando se desnudaba sutilmente delante de él y, con mucha
picardía, le mandaba primorosos besos que lo turbaban.
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