Cristóbal Encinas Sánchez
Aquella
noche soñé que entraba a la prisión. Me despertaba desasosegado, pero como
sabía que más tarde iría, me dormí y seguí soñando. Eran las cinco de la
madrugada y en la calle, en un bar próximo, montaron una algarabía. La Navidad
estaba próxima. Se oía un canturreo y acompañamiento de castañuelas con los dedos sobre
una mesa que no me ayudaba a dormir bien. Y aun despierto, pensaba en que al dormirme seguiría
soñando.
Dentro de la
cárcel, yo recitaría poemas de Antonio Machado, de Luis Cernuda y Miguel Hernández,
junto a mis compañeros. Eran poemas cortos y sus versos los tenía aprendidos de
memoria y medidos como una partitura. Pero pensando en caminar por aquellos pasillos,
atravesando cancelas, se me atropellaban los versos y las ideas. Me encontraría
con personas de diferentes culturas, modos de actuar y de ser. Cada uno en su módulo
o en actividades varias. ¿Cuántas cosas tendría que descubrir para llegar a la biblioteca?
Al
levantarme de mi cama tenía mucha incertidumbre. Así que fui a asearme
rápidamente y salí de casa en busca del coche. No podía llegar tarde, había
quedado en ir allí con varios amigos. El tiempo se me hacía largo a pesar de no
ser mucha la distancia a la prisión, pensando en que me podía
equivocar de ruta y dirigirme por la autovía hacia otro pueblo y tener que dar la
vuelta.
Al entrar en
la prisión me dio una sensación extraña, de desarraigo, pero no tanto como
esperaba. Allí está todo muy programado y no hay grandes distancias salvo la de
la puerta de entrada hasta la edificación. ¿Cuántas ilusiones rezagadas,
apartadas, hace mese o años, aguardaban para realizarse? ¡Cuántas caras desconocidas
y qué expresiones de desenfado y de tranquilad tenían cuando los vimos! Nos estaban aguardando con fruición,
con ánimo, como al que le toca la suerte de bailar con la chica más guapa del
baile.
Habíamos pasado
los controles que custodian la entrada hasta donde están esas personas, como
si nada. Ellos nos habían esperado más de una hora y puedo decir que son gente
atareada en sus cosas y que no desaprovechan el tiempo. Su expectación era sorprendente,
como niños que saben que se les recompensaría después con un bizcocho. La biblioteca, luminosa y limpia, era espaciosa y tenía grandes mesas donde
nos apoyamos para recitar aquellos versos que se vertieron, saboreados y trabajados, transidos de un profundo sentimiento y aceptación. Pasamos dos horas
a gusto, generosas por parte de ellos, principalmente, y en las que al
despedirnos les hicimos la propuesta de volver, que aceptaron con
convicción. Fue un momento de bienestar, de sonrisas y de agradecimientos mutuos.
Tras pasar varios
años, los que recitamos aquel día, todavía no nos hemos vuelto a acordar
de aquella proposición que les hicimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario