Cristóbal
Encinas Sánchez
Un vagabundo le
echó al fiero y hambriento perro varios trozos de carne pulpa. Dentro de los más grandes había
introducido una bola de pequeños alfileres liados en una tripa de cordero. En los
demás había clavado fragmentos pequeños de agujas. Todo estaba calculado. Tanto
si comía unos u otros, con el apetito que siempre mostraba, entraría
la ponzoña en el tracto digestivo de una forma irrecuperable, pues tal era su
ímpetu y necesidad que nunca se le vio devolver nada que entrara por su boca.
El animal era temible y los niños teníamos cuidado
de no acercarnos a la casa cuando no estaba atado a una cadena que se deslizaba
por un cable tenso entre los muros del jardín. Y molestábamos a los
dueños, porque ladraba con desespero y muy vigorosamente, al pasearnos repetidas veces por delante haciéndole
mohínes.
El perro estaba siempre pendiente y disuadía a cualquier
osado que intentara adentrarse en sus dominios. Por la noche lo dejaban suelto
y por eso nadie pensaba en acercarse los alrededores de la misteriosa casa.
En días los días posteriores, al pobre perro no se
le vio. Y ya no pudo seguir alimentando la soberbia del vejestorio, que hasta entonces
había alardeado de su trabajo de vigilancia.
Atrás quedó la soberbia de
la “señora” que tantos años se había manifestado de una manera tan desalmada,
déspota y con tan pocos sentimientos.
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