Cristóbal
Encinas Sánchez
En una humilde celda de un penal, un
gorrión se presentaba varias veces al día en la ventana que daba
al exterior. Por alguna razón le atraía estar en tan elevado lugar al que nadie
tenía acceso. En días de fiesta, siempre
se acercaba a uno de los reclusos porque le guardaba unas migas de torta y pan
tierno, las cuales comía con fruición. Como era un aficionado a la avicultura sabía
cómo tratarlo. Cuando él lo llamaba se le subía al hombro y se las ofrecía. En
varias semanas el pequeño gorrión depositó plena confianza en aquel hombre que
lo alimentaba.
Cada mañana se posaba en aquellos hierros fríos y oteaba
a todos los ocupantes de la mísera y estrecha celda, mientras que ellos
trataban de captar su atención. Después se salía para asomarse a las celdas contiguas, como diciendo: “aquí
estoy yo”. Al rato volvía y su
mejor amigo le colgaba al cuello una minúscula valija donde enrollaba los trozos de papel manuscritos.
Era una alegría poder comunicarse las últimas noticias, un aforismo o algún
poema muy solicitado, con los demás presos en sus momentos de ocio. Para entonces,
todos preparaban sus mejores frases y esperaban contestación. Escribir aquellos
mensajes cortos les entretenía de una
manera absorbente. El pajarillo siempre iba a las manos del preso, sentenciado a muerte, que le
silbaba una canción que iba acorde con su destino. Después de que lo acariciara,
se mostraba exultante con sus agasajos . Como ya no quería irse de allí, el
preso le buscó acomodo en una pequeña caja de zapatos a la habilitó para que estuviera
cómodo.
Todos los días, al amanecer, el
gorrión salía de su habitáculo y se hacía notar revoloteando y piando
cadenciosamente. Su mejor amigo le acompañaba silbando su premonitoria canción .
El animal parecía entenderlo y no se alejaba demasiado de él. A continuación empezaban
a prepararse los mensajes que, por orden de escritura, los llevaría a los
presos de las habitaciones contiguas.
Pasaron varios meses y llegó la
hora de ajusticiar al condenado. Aquel día, antes de que amaneciera, fueron a por
él y lo esposaron. A la hora acostumbrada el pájaro salió y comprobó que todos
los compañeros de su amigo estaban tristes y que lo miraban con gravedad. Él se mostró intranquilo y lo manifestaba
revoloteando con ansiedad: se sentía desamparado.
Varias horas después trajeron el cuerpo inerte
del ajusticiado en un féretro que se expuso en un rincón de una sala cerca del
patio de recreo, junto a la ventana. El pajarillo vio aquel artefacto raro y se
puso frenético, yendo de un lado para otro sin descanso, hasta que se salió al
patio. Allí todo había cambiado, nadie reía ni le lanzaban sus misivas de
cariño como en el día anterior.
En
los últimos vuelos que realizaba desde una torre próxima se dirigía al
muro de piedra que delimitaba la estancia y casi lo rozaba, parecía no verlo. Los
reclusos se preocuparon y trataron de disuadirlo haciéndole gestos con enfado. En
el último intento sobrevino lo peor. El impacto contra el muro fue demoledor y el
gorrión quedó aplastado. Uno de los presos lo recogió del suelo para socorrerlo,
pero ya había muerto. Lo entregó a uno de los compañeros de celda del ajusticiado.
Aquella tarde los presos le construyeron
un pequeño ataúd de madera y cuando fue la hora del entierro los dos amigos se
enterraron juntos. Este fue un hecho que todos vivieron con gran sentimiento y lo recordarían como el más entrañable acto de
amistad y de locura durante muchos años.
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