Cristóbal Encinas Sánchez
Observaba pacientemente la gata, en el entorno a su cubil, cualquier movimiento sospechoso que le pudiera calmar su intranquilidad matutina. Se adentró en el maíz muy
sigilosa y pendiente del más insignificante ruido. De repente, a varios metros de distancia, vio ascender, por el tallo de una caña, a una culebra bastarda, que pronto quedó enroscada. Bien camuflada, allí permanecía vislumbrando por si se posaba algún pajarillo.
No tardó más de dos segundos en verse a la gata saltar explosivamente para caer después al suelo en un lío inextricable. El ofidio golpeaba con su
cola zigzagueante en todas direcciones y se retorcía para defenderse de aquel
torbellino que la asfixiaba. Pero no lo consiguió. Le había mordido mortalmente en el
cuello y no la soltaba.
Los ojos brillantes del felino denotaban satisfacción y una seguridad
plena. El poder con el que ella actuaba en estos casos era infalible: tenía que alimentar a sus retoños.
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