Había
previsto con esmerado detalle dotar a toda la infraestructura, donde se
ubicaban los desplazados, de un medio de información altamente valorado en el momento: colocar en los
barracones un altavoz. También se habilitó uno de ellos como capilla, con todo
lo necesario. Posteriormente se invitó al señor obispo para que bendijera aquel
lugar de culto y este asignó a un sacerdote para la administración de los
oficios litúrgicos. Todo el mundo, al parecer, quedó contento, si acaso
faltaron algunos, los más reticentes, que no mostraron ningún agrado. Cuando llegara la hora diaria de la misa, los feligreses podían asistir plenamente a la
misma, en un acto de hermandad. Comoquiera
que llegara el buen tiempo, muchos dejaron de asistir a ella. A partir de
entonces, empleaban aquella hora en hacer sus compras en el economato de la empresa.
Como el grado de participación se había reducido
drásticamente por tal motivo, pensó el administrador de los sacramentos que
sería mejor que se cerrase el establecimiento en la hora crítica. Tocó los resortes apropiados y consiguió que se
cerrara. A la gente no le cayó nada bien la decisión impuesta por redaños, y como
la construcción de la presa iba un poco atrasada, optaron por echar aquella
hora como extra y ya comprarían sus provisiones por la noche.
Cuando el ingeniero, que llevaba a cargo a todos aquellos
trabajadores, se enteró de que estos habían cambiado la forma de vivir debido a
la insistencia de aquel clérigo decidido a que se oyeran sus discursos más que
la Santa Biblia, optó por mediar en el asunto. Simplemente se había equivocado al
llevar aquel asunto y pidió al párroco que dejara de administrar su servicios eclesiásticos
y se marchara. Y así lo hizo. El sufrido personal retomó sus
actividades rutinarias y dejó de echar tantas horas extras. Cuando le
interesaba a alguno asistir a las liturgias, se desplazaba tranquilamente al
pueblo de al lado. Y no porque le obligaban.
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