La
apesadumbrada chica esperó hasta que pasara la última columna de soldados. Al
final de la estrecha calle avanzaba un carro tirado por un triste caballo. Los
mutilados cuerpos, exangües, eran zarandeados por los vaivenes cuando las ruedas
pisaban las piedras sacadas del pavimento.
En uno de ellos, un brazo se extendió y en su muñeca mostró el mismo
escapulario que ella le había regalado la tarde anterior. Los labios se le quedaron congelados y no pudieron soltar ni una palabra, solo se
le oyó gemir. Como una desquiciada se
precipitó hacia el carro para comprobar si era el de su amado, pero su cara no
estaba visible. El cabo que comandaba la fila ordenó a un soldado pararlo. Tras desplazar los cuerpos que se amontonaban sobre el que la
chica había indicado, comprobó que una tupida barba le cubría el rostro. No
podía razonar qué pudo ocurrir. Tal vez,
en el último momento de la vida de aquel pobre hombre, le habrían
consolado ofreciéndole la santa imagen para
hacerle más llevadero su inminente trance. Con
cierta resignación, la chica se retiró, de súbito, del inmundo carro para cobijarse en una
lejana esperanza.
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