Una hora antes de empezar a servir las
comidas en el restaurante de la planta baja hay todo es un trasiego de gente
con carnes y pescados selectos dispuestos para ser cocinados con el mayor
esmero. Hervir de ollas y sartenes chamuscadas, ensaladas a condimentar con las
más exóticas hierbas y especias con el deseado aceite de oliva virgen extra, es
lo que suponemos. Un efluvio ascendente emerge por las paredes próximas a mi dormitorio que quiere trasminarte y dejarse comer.
Mi mujer y
yo nos barruntamos los platos que van a ser hoy elaborados, los que van a tener
la suerte de disfrutarse en la mesa los comensales. Nos suponemos entonces los
ingredientes que están utilizando por los olores que percibimos y nos ponemos a
continuación a cocinar nuestro supuesto plato.
Al final de
la sobremesa comprobaremos quién ha cocinado mejor, si los de abajo o nosotros
y cuál el de mejor paladar.
A nosotros
nos asiste el privilegio de la altura. Con todos los preparativos, los fogones
harán su trabajo en la consecución de los platos de renombre y la mano de los jefe
de cocina que sabrán mezclar en proporciones idóneas todos los componentes.
A la hora de
sentarnos a la mesa -cada uno en su lugar- saborearemos como un cliente normal
y decidiremos sin miedo a equivocarnos si
nuestras comidas superarán sobradamente, o no, a las que ofrecen en el restaurante.
Yo no quiero
porfiar, pero mi mujer en esto de la cocina es un encanto.
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