Cristóbal Encinas Sánchez
–Ha sido una pequeña carga plástica sin metralla –comentó
nerviosamente el sargento.
A cuatrocientos metros de allí, en la buhardilla del hotel rural San Jorge, se reunirían a las 10:45 h, en una extraña cena, los cuatro miembros de la Asociación Aquasol. Estos vestían prendas de colores pálidos, desenfadadas, para no llamar la atención. Cada uno había entrando al hotel por libre, y distanciándose en el tiempo para que el recepcionista no pudiera relacionarlos. La noche se presentaba intempestiva, por lo que era mejor estar a buen recaudo. Todos eran amigos y , desde su juventud, habían tenido ideas parecidas y avanzadas como para tomar decisiones importantes sobre la marcha.
–No estoy de acuerdo, Martin, te equivocas –respondió Ernest–. Exactamente no era eso lo
que pretendíamos; les habíamos propuesto en las elecciones que el partido dominante
nos informara de sus pretensiones hidráulicas. Pero no debemos de infundir el
terror.
–Ernest, no te llames a engaño. Esta gente no hablará.
Las ideas propuestas deben de ser cumplidas, para que el pueblo confíe. ¿Es que
los poderes políticos no se dan cuenta de que esto va en serio? Como no hemos
actuado antes, ellos creen que somos incapaces de movilizarnos, pero esto se ha
convertido en un desafío. Nuestra mano ahora se mostrará dura, y se lo demostraremos a las doce –se dejó caer el notario.
–Así me gusta, Ambrosius. Si antes de las doce de esta
noche no han contestado con las cinco dobles campanadas, demoleremos la presa.
Tú darás fe de nos han obligado a tomar esta resolución. Espero vernos después, pues en Gibraltar, a las 3 h 45 m tomaremos un avión que nos llevará a
Londres –afirmó con rotundidad el jefe.
No se recibió la señal sonora y, al dar las doce, la cuadrilla se separó con mucho sigilo. En tres horas menos cuatro minutos, la estación de radio emitía perfectamente y Ambrosius lo comprobó recibiendo el s.ms. que se esperaba del otro componente del grupo que aguardaba a las afueras del pueblo, cerca de la presa.
Cada uno, por tiempos, se fue hacia su propio coche y en direcciones distintas. Ambrosius,
el notario, se fue por el camino camino de la presa para darle la supuesta orden
al dinamitero y largarse.
Dos coches patrulla de la policía los estaba esperando
a la salida del túnel, donde los pararon. Un transmisor conectado dentro de
un florero, en el hotel, los había delatado.