Cristóbal Encinas Sánchez
Era a mediados de noviembre, las ocho de la mañana, apenas se veía. Subidos a la tapia del corral, varios niños esperaban la matanza del cochino más grande que habían visto. Decían los de la casa que pesaba veinte arrobas. Se habían levantado muy temprano para ver con todo detalle los pormenores de tan meticulosa operación.
El matarife había afilado convenientemente sus cuchillos de varios tamaños. Un gancho grande, con un gran curva por un lado para adaptarse a su muslo, desentonaba por el otro extremo con un pincho retorcido. Mientras, el agua hervía en la caldera puesta al fuego, borboteando de manera escandalosa por la rápida combustión de las aliagas.
Una botella de aguardiente
seco se coge a la mano del más sediento para echarse un trago y lo comparte con
los que forman el cortejo fúnebre. Este acompañará, en la retaguardia, al osado
matador hasta la zahúrda, donde duerme tranquilamente el marrano. El pequeño
rumor que lo despierta no es usual, es sigiloso, y lo asusta a esas horas tan
desacostumbradas de un día un tanto raro.
Los niños se quedan a la
zaga y ven cómo el agresivo portador del nefando instrumento se acerca
silencioso al indefenso cerdo, si acaso hablándole con un ligero gruñido de
confianza, para calmarlo. Mal lo lleva si no lo engancha bien por la barbilla a
la primera vez, pues sufrirá aún más. Su asesino da un fuerte tirón con el
gancho y le clava por debajo del labio, en el maxilar inferior. La triste
comparsa le socorre al momento con unas manos empeñadas a las orejas, al rabo y
a los cuartos traseros.
Se arrastra al que va al
sacrificio y, sobre un banco de madera con fuerte armazón, se tumba al
desdichado. ¡Qué pena, cómo chilla desconsolado! Se encuentra solo, afligido
viendo venir todas las traiciones. Cada uno de los asistentes tira para un
lado, lo tienen maniatado, casi no puede respirar y le están dando la
irritación más dañosa de su vida. Los cardenales le están brotando por todo el
cuerpo y sus carnes se endurecen. Hay un hedor de muerte que trasmina y que es
más fuerte que el de las heces que se le escapan, abundantemente, al
maltratado.
Un surtidor de sangre casi
hirviendo sale tras clavarle en la garganta el certero puñal y esta empuja la
mano del matarife. Al momento cae en un torbellino al lebrillo para ser
removida por una mano delicada y ágil que la estruja, y así se va haciendo la
molleja. Atrás quedan las horas placenteras comiendo aguanosos higos y otros
frutos, tomates y bellotas; las revolcadas del verano, que se prolongaban
durante horas en los charcos del huerto bajo las higueras. La vida no le durará
ya más que un minuto.
Alguien le dice a los
chavales que se acerquen y le den vueltas al rabo, porque es la manera de que
no se le quede ni una gota de sangre en el cuerpo. Después del último estertor,
ya exánime, los niños, frunciendo el ceño, van con el dedo dispuesto para
tocarle las orejas, los ojos y la lengua, y ven la muerte. Han comprobado que
ya no se quejará más, después de tantos quejidos y esfuerzos para escaparse.
De sus carnes saldrán los
chorizos, los tocinos, la butifarra y las morcillas ansiadas esta misma noche.
Su manteca se utilizará para hacer los mantecados de la Navidad y las tortas de
chicharrones, aparte de untarla en una rodaja de pan tostado en la lumbre.