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jueves, 27 de abril de 2017

SE PREGUNTÓ QUÉ HACÍA AQUELLA LLAVE DEBAJO DE LA MESA


Cristóbal Encinas Sánchez
Eran las dos de la tarde, la hora justa del almuerzo. Solía reunirse la familia en torno a una gran mesa ovalada, y acostumbraba a respetar los horarios porque todos estaban muy atareados. Se juntaban seis comensales aunque uno, el más pequeño, siempre estaba liado con el ordenador metiendo programas nuevos. Su madre le avisaba de que la mesa estaba puesta y entonces lo dejaba todo y bajaba corriendo las escaleras. Las dos hermanas mayores estaban pendientes de que él llegara a tiempo para comer. Tenían algo especial con el joven Antoñito. Todos los hermanos se llevaban dos años, un tiempo prudencial para que se respetaran.
Cuando llegó Antoñito y acercó su silla para sentarse a la mesa, esta quedaba desequilibrada y procedió moverla repetidas veces. Algo sólido yacía bajo una pata, se agachó para recogerlo y vio que era una llave antigua. Parecía que nadie sabía cómo había podido llegar hasta allí, pero todos sabían que correspondía a la puerta de la azotea donde subía su madre a tender las sábanas.
Durante los últimos dos días nadie subió a tender nada. Había llovido muy intensamente. Lauro, el único hermano, apuntó:
–A ver si alguien realiza otros menesteres que no debemos de conocer  y por las prisas se le ha caído–. Al decir esto, se aseguró de que la criada no estuviera en el comedor. Otros empezaron a concebir nuevas ideas.
La madre contestó:
–Hoy ha venido un carpintero a traer una caja con las bandejas para la estantería. Tardó cinco minutos en ponerlas junto a la puerta del balcón y se fue, ¿no es verdad, Eleuterio? –dijo la madre, que se dirigió con rotundidad a su marido, el cual asintió–, y yo no advertí que se le cayera nada.
La criada que trajo la olla para que empezaran a servirse se atrevió a decir:
–Yo no he sido. Ayer, después de subir a la terraza persiguiendo a una escolopendra, que desapareció por una rendija, la dejé en el llavero –era muy expresiva y pormenorizaba todos los detalles que hizo con el afán por buscarla. Recordó que esos bichos le causan horror a la señora.–Al final tuve que desistir.
Antoñito no se creía lo que con tanto desparpajo les contaba. Tenía un fino olfato para detectar cuándo alguien mostraba un interés excesivo en algo. Como al resto de sus hermanos no les oyó resollar, él hizo lo mismo. Su madre, que solía reprocharse algunos fallos de memoria, se limitó a decir que subió también por la mañana a recoger unas botas que lavó el día anterior y las dejó en el suelo, y que tal vez al bajar dejara la llave encima de la mesa. Probablemente, al poner el mantel, se le había caído sobre la alfombra.
Al instante, el hermano mayor corroboró que vino de campar por ahí y le dio a su madre las botas. Podría haber sido que, después de barrer la criada el comedor por la mañana, no se diera cuenta; o que sábado no barrió la chica el suelo por estar prácticamente limpio. Los indicios apuntaban a que ocurrió algo imprevisto.
Hacía años que los tejados de la casa y las terrazas estaban a la misma altura de los otros dos contiguos de sus vecinos. Los tres los había construido un maestro albañil que hizo una reforma en la casa, subiéndola un piso cuando era propiedad de los abuelos. A raíz de aquella reforma, los dos vecinos admiraron la obra y optaron por hacerla igual cuando se decidieron a ampliarla. Por eso todas las terrazas estaban a un andar.
Pues bien. Antoñito ató cabos e intuyó que podían estar ante una situación bien calculada. Si el novio de la criada, un muchacho joven como él, que vivía dos números más arriba, podía fácilmente pasarse hasta la suya en cualquier momento.
Después de terminado el segundo plato, tomaron una pieza de fruta y estaban ya dispuestos a levantarse de la mesa cuando alguien tocó el timbre de la puerta. Antoñito se levantó de un salto para abrir, esperaban a que viniera un policía del ayuntamiento para recoger la  maleta olvidada que su padre encontró en el taxi y que había denunciado hacía un par de días. Pero no fue así.
– Soy yo, Carlos, y perdonen por interrumpirles. Traigo unas botas que estaban en mitad de la calle. Se ve que una racha de viento las ha tirado del muro de la terraza donde  estaban –habló el que era el novio de la criada.
Los de la casa no creyeron lo que tan bien expresaba el que al otro lado de la puerta estaba. Era una buena excusa para venir a aquellas horas intempestivas en que ellos estarían almorzando. Algo le tendría que decir a la chica y por eso no esperó a más tarde. La comida se había alargado hablando y el novio calculó mal el tiempo, encontrándoselos a todos comiendo.
Ahora, la interpretación de los hechos se orientaban en otra dirección. Antoñito volvió a suponer que era muy fácil desplazarse por las terrazas y verse con la criada en el último rellano de la escalera, sin que ningún vecino pudiera verlos.
La madre recordó que el día anterior, subió y puso las botas encima del muro para que se orearan. La puerta estaba entornada. Allí vio allí a Carlos en la terraza del vecino, que trabajaba apretando unas bridas que sujetaban a la pared la antena de la televisión. Él aparentaba estar muy concentrado. Ella hizo igual al verlo trabajando como otras veces. Ante la situación, cuando ella terminó de tender, al darse la vuelta, miró hacia el suelo, y tras la puerta, se encontró una llave igual a la que usaba. ¡Qué raro! –se dijo– pero pensó que sería la duplicada que se les había perdido hacía un tiempo. A continuación, se amagó para recogerla, haciendo un gesto simulado como si se le hubiera caído algo al suelo. Una vez recogida, la introdujo en la cerradura y echó el paletón a la primera.
Antoñito le dio las gracias a Carlos por llevarles las botas, cerró la puerta y prosiguió hablando del tema largamente con la familia. La criada permaneció en la cocina fregando y no se inmutó, ni dijo nada al oír la voz de su prometido mientras lo veía por la ventana despedirse.
A otro día, la chica del servicio le dijo a Eleuterio que le había salido una oferta de trabajo con otra señora más cercana a su casa, que solo tenía a su marido y a un hijo pequeño, que le pagaba algo más y echando menos horas. Y que así tendría un horario más flexible y entonces podría estar más tiempo con su novio.

lunes, 24 de abril de 2017

EL ANILLO DE BODAS

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
La fiesta aún no había acabado. Varias mujeres de edad madura, con ropas desenfadadas para la ocasión, se prodigaban por la plaza haciendo galas de sus tipos fortalecidos por la gimnasia practicada durante los últimos años. Se resistían a dar por finalizado el baile. Era sábado y la noche llegaba a no sentar su providencia.                                                                                              
   –¿Seréis capaces de echar un último baile? con la romántica canción que a alguien le encantará, pues les he pedido a los músicos que la canten, ¿de acuerdo? –dijo Genoveva a sus amigas.                       
  –Claro que soy capaz y de bailarla con la penúltima copa –contestó Noelia, muy acalorada.                
   –Todavía no sabéis quién soy yo. Que siga la música incansablemente hasta que la luz nos ilumine –respondió Elvinia que instaba a sus amigas a mover las manos hacia uno y otro lado, rítmicamente.

Todo quedó a oscuras menos el escenario. Los músicos irrumpieron con delicadeza con las suaves notas del piano. Echarían el resto, total, de allí irían a la cama. Comenzó la canción con las sentimentales palabras de "Always on my mind", siempre en mi mente, de Willie Nelson.                 
Elvinia se quedó perpleja. Los últimos y apagados muchachos las observaban, pero no animaban a nada y seguían en sus asientos, adormilados. Ella nunca se habría imaginado aquella situación sin él. Recordó que hacía dos años que no la escuchaba porque su amado estaba ausente, y siempre la habían bailado uniendo sus siluetas. Al momento, en su semblante apareció una mueca de dolor que le hizo separarse del grupo que danzaba entusiasmado, simulando un repentino cansancio.                              
   –Me voy a casa –dijo a sus dos amigas, sin que estas mostraran inconformidad. 

Al doblar la esquina un hombre enmascarado salió de un portal y la siguió. Le indicó, con susurros, varias veces que se parara. Le pidió que amablemente le entregara el anillo de diamantes que  llevaba puesto. Ella, poco a poco, se fue fijando en su cara, tras quitarse el pañuelo que se la cubría. Intuía que su nariz formaba parte de una fisonomía conocida, aunque tenía abundante barba. Sus ojos le soliviantaron con su profunda mirada, le despertaban excitación. Notó como un quebranto en su espíritu. Y se echó a llorar.

   –No puedo hacer eso, porque entonces te daría parte de mi corazón –le respondió ella.

   –También quiero tu corazón. Soy un caníbal empedernido que no puedo pasar sin los latidos de tu corazón durante dos años seguidos.

Tuvo un momento de lucidez. Había bebido mucho alcohol para olvidar sus congojas. 
         
   –¿Acabó tu misión y te han dado el permiso que tanto necesitabas? –le preguntó ansiosamente. 
   –Sí, querida mía. Pero no por las razones esperadas. Hemos huido porque comenzaron a matar a todos los que estábamos destinados en aquel poblado.  
                                                                
Su voz era calmosa y amable. Ella, más tranquila y acariciada, le colmó de besos, pues había contado con que no saldría de aquel territorio sitiado. La televisión había dicho la semana anterior que a los miembros de su organización los habían acorralado, pero que al final consiguieron huir a través de las escarpadas montañas.
Ella había deseado tanto su regreso. Su corazón se lo pronosticaba día a día. Volvió a ponerse el anillo en su dedo y, esta vez, él le prometió que nunca más la dejaría sola.
Fue la última canción y el sol ya estaba despuntando por un valle entre los dos pico más altos. 



miércoles, 19 de abril de 2017

LA GARRUCHA


Cristóbal Encinas Sánchez

Estoy convencido de que mis cualidades físicas y mentales son extraordinarias. Y no es porque me impresionara la película de Superman o la del Túnel del tiempo cuando era un renacuajo. Eso nunca lo dudé.
Nací en un lugar de montaña, junto a un lago, y tal vez por eso aguanto bien el calor, el frío y los trabajos duros. Me acostumbro fácilmente a todo. Tengo ciertas cualidades de premonición, de adelantarme a lo que va a ocurrir, sobre todo si es con personas a las que conozco y veo diariamente. 
Cuando por las  noches me pongo a hacer una recapitulación de lo que ha ocurrido en el día, veo los acontecimientos pasar con una claridad pasmosa y un proceso lógico en su realización.                                              
Yo soñaba, en mi infancia, que volaba y, aun sabiendo que podían existir serios problemas al acercarme a los acantilados, observaba desde ellos con serenidad los extensos olivares y los llanos de cereal. Esto me daba una sensación de alegría, y entonces me lanzaba al precipicio. Conseguía mantener un vuelo rasante sorprendente y majestuoso, donde solo tenía que mantener mis manos dirigidas hacia adelante para que todo transcurriera felizmente.
Un día estaban arreglando la fachada principal de la iglesia, a la altura de donde está ubicado el coro. Un albañil se disponía a montar el rosetón de madera y vidrio por donde entraba el sol hasta el altar mayor. El soporte de la garrucha estaba sujeto a una gran viga con dos clavos. Hacía unos minutos que, entre dos hombres, habían elevado varios sacos de cemento a la plataforma. Nadie había notado nada raro en el transcurso de la operación pero por la proximidad que yo tenía al mecanismo, oí un pequeño ruido como que algo comenzaba a desprenderse. Dicho soporte se sustentaba ya con muy poco agarre y presentaba la amenaza de soltarse. Entonces vislumbré que no podría aguantar la carga en aquella situación. En un segundo calculé la probable trayectoria que la garrucha llevaría hasta el suelo. No me dio tiempo a prevenir al trabajador que desde abajo tiraba de la soga. Así, sin dar explicaciones, desde el andamio me dejé caer agarrándome al tubo lateral del mismo. Me deslicé veloz hasta el suelo, a un montón de arena. 
Con todo mi ímpetu empujé al muchacho. El soporte ya se había desprendido de la viga, pero yo ya lo había desubicado del lugar que ocupaba, salvándolo del peligro. 
A continuación, yo tendido en el suelo miré hacia arriba y vi una rueda oscura que se agrandaba cada vez más, y con dirección a mi cara. Después ya no tuve la ocasión de explicar nada. 
Horas más tarde me desperté en una camilla de una habitación blanca y supuse que era del hospital. Con la cabeza vendada y varios tubos en el brazo, en la nariz y en el dedo, me sentía dolorido y, obnubilado, pensé que estaría otra vez soñando. 
No podía creer que con todos mis reflejos y mis capacidades para anteponerme a lo que sobreviniera, pudiera estar convaleciente. Claro que, después de todo, si me había ocurrido aquel accidente tenía que conformarme, pues nadie me había invitado a ayudar en aquel trabajo. 
Ahora pienso que siempre hay cosas que pueden salir mal, así que traté de llegar a una razonable conclusión: un simple error de cálculo lo puede tener cualquiera en cualquier actividad. 
                             FOTO ESCOGIDA DEL ÁLBUM DE MANUEL CUBILLO

sábado, 8 de abril de 2017

LA ESCAPADA

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

En los alrededores había varias naves ganaderas, pero Primitivo había llegado a esta en especial porque conocía bien el paraje por trabajar antes de ir a prisión. Se había escapado hacía dos días del centro penitenciario y su ansiedad se acrecentaba. Había cruzado barrancos y ríos, afanándose en no ser descubierto, con el único aliciente de hacer lo que debía. Hacía un año, cerca de allí, había comprado varias hectáreas con viñedos con el dinero que le ofrecieron por declarar que aquel criminal, que se encontraba dentro, que fue presunto compinche suyo en un deleznable crimen, era inocente, consiguiendo después su libertad.                                                                                                                                             
Se mantuvo oculto hasta caer la tarde. Se asomó con cautela a una de las ventanas que daba al lagar, donde su anterior jefe y cómplice manejaba una prensa para sacar el mosto de las uvas recién cortadas. Todos los trabajadores hacía una hora que se habían marchado. En el ambiente solo se oía el chorro del zumo caer a la tinaja. Primitivo lo observaba y, con sigilo, se acercó a él, rodeándolo. Vio que el momento le era propicio. A traición le dio un golpe en la cabeza con un tubo de hierro y el infortunado cayó al suelo, aturdido, no pudiendo revolverse por las llaves de yudo que le aplicaba. Después lo arrastró hasta la base de una prensa e hizo que esta funcionase. Tras un intento fallido de pedir socorro, se oyó un crujido muy fuerte. La sangre brotó abundantemente hacia la canaleta.                                                                                                                            
El presidiario se cercioró de que su compinche no respiraba. Viéndolo así, emprendió la huida por la puerta trasera de la nave, y se detuvo porque oyó ladridos. Un perro había olfateado su rastro hasta adentro. Atravesó la nave velozmente para dirigirse hacia él. Lo persiguió hasta la falda del monte. Una voz segura, tras de una gruesa encina, le echó el alto, instándole a que se entregara. No lo hizo y se revolvió contra el policía que le hablaba. En unos instantes llegó el animal y se lanzó sobre él. No tenía escapatoria, estaba completamente rodeado.                                                                                                               
De vuelta a la prisión es abucheado por un grupo de presos. Otros le ensalzan por haber tenido la osadía de escaparse. Pero él intuye a un personaje que lo observa aviesamente.
En su celda piensa en que la acción del día ha merecido la pena. Aunque no es cristiano, reza con profusión como si se encomendara a Dios. Pasa nervioso por el umbral de su celda, está más tranquilo porque ha salido indemne y ha hecho justicia. Ahora recapacita sobre lo que le sucederá mañana. No podrá dormir en toda la noche.
Cuando se levanta para formar en el patio, al final del pasillo ve que alguien inesperado le hace un gesto amenazante con el dedo índice, lo mueve alrededor de su cuello varias veces. Seguramente se encontrará con él después del desayuno.                                             
Un estado de zozobra le inundó todo el cuerpo y la impotencia le hizo mella ante una inminente venganza. No había caído en la cuenta de que, a partir de ahora, le echarían a él solo toda culpa de aquel inconfesable crimen que no cometió.