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sábado, 21 de diciembre de 2013

LA MUJER DEL SEPULTURERO


                    LA MUJER DEL SEPULTURERO                                          
                                   Cristóbal Encinas Sánchez

Un pacto con la comunidad del más allá parecía haberle facultado a aquella mujer para ostentar poderes extrasensoriales, adelantarse a los acontecimientos y sacar a la luz cosas olvidadas.
    Decían haberla visto una noche, rodeada de una aureola cuando  iba al cementerio a visitar alguna tumba o algún espectro que tal vez,   por indicios, quisiera ponerse en contacto con ella. Corría con las  manos abiertas dirigidas al frente, absorbida y tratando de alcanzar a otras benefactoras e invisibles.
    La vida de esta mujer era sencilla. Se limitaba a sus quehaceres del hogar, salvo cuando había algún entierro, que se volcaba en ofrecer a  la familia del fallecido el consuelo reparador. La noche del deceso, preparaba el pequeño incensario para quemar todas las esencias disponibles hasta el amanecer, propiciando un ambiente de   recogimiento.

    Su marido, el sepulturero, era un hombre caritativo, piadoso. Esto se apreciaba en la forma          de tratar  los cuerpos exánimes que, raras veces, venían sin meter en la caja. Los transportaba en un carro viejo dedicado a este uso, preparado en la puerta del cementerio para los  que careciesen de medios para celebrar el sepelio. Entre ellos destacaban los vagabundos y los que venían de lugares lejanos a  realizar trabajos de temporada, y que vivían en cortijos ruinosos, chabolas o chozas.

    La gente del pueblo se ayudaba ante las dificultades y más en estos casos. El carpintero siempre disponía de un par de troncos gruesos de álamo para solventar la situación. Cuando oía las campanas doblar a duelo, él sabía que tenía que preparar la caja. Si los dolientes podían pagarle su trabajo, lo aceptaría y si no le pagaría, como siempre, el sepulturero.

    El acto de desubicar el cadáver y llevarlo a la caja era un acontecimiento. Él lo sujetaba con cariño, por la espalda, como a  cuerpo santo; con un paño mojado le lavaba la cara y lo peinaba. Después le daba un beso en la frente y miraba hacia el cielo. Exhalaba su aliento sobre él implorando una oración corta. Parecía que sus palabras salieran de la boca del difunto, con un deje adolecido pero también de esperanza. Las decía con la seguridad del que, iluminado, salvaría las dificultades del inescrutable camino.
Al acabar el rezo y con un leve gesto, a su mujer, era suficiente para   que esta comprendiera que debía ayudarle en el transporte definitivo. Después le cruzaba las manos sobre el pecho, en señal de resignación  y consuelo. Sus ojos arrasados de lágrimas expresaban su pesar, y daba la sensación de haberlo sentido como a un hermano, ahora, que no  podía nadie ser el beneficiario de sus acciones.

La mujer del sepulturero nunca había sido ajena a la trascendencia  de   la muerte de una persona, ni a la ayuda que le prestaría a un cuerpo   que un día fuera joven y tal vez hermoso. Por ello, ayudaba a su  marido en presentarlo con el mejor aspecto. En el futuro, también ella orientará al de su marido en el último viaje. Permanecerá junto a él  en la tierra que le dará el cobijo definitivo. Lo impulsará con todo su esfuerzo para presentarlo al Todopoderoso. Aquella mujer todo lo sabía porque él se lo había enseñado desde el mismo día en que la  encontrara  sola.  

LA CRUZ DEL DIABLO


LA CRUZ DEL DIABLO
  Cristóbal Encinas Sánchez

En la parte más alta del monte había clavada una gran cruz negra y roja de madera de pino. Decían los lugareños que provenía de Flandes. En ella se habían sacrificado a muchas personas desde la Edad Media. Un buen cristiano, a medios del siglo XIX, se la trajo de allí, donde permanecía arrumbada en el sótano de una iglesia, junto a un osario con escasos restos.

Fueron tan inhumanos los tratos  que en ella se infligieron que disponía de una cavidad practicada en la parte frontal superior del puntal, de un tamaño aproximado al de una cabeza humana. Este hueco se comunicaba con la cara posterior del madero a través de un orificio. Por él, cuando alguno de los condenados se resistía a morir, introducía el verdugo un largo clavo que le ayudaría a hacerlo de una forma certera.  Le llamaron entonces la Cruz Maldita o del Diablo. Posteriormente, la aserraron por este extremo para eliminar la macabra oquedad, aligerando así su peso. Y la volvieron a ensamblar de nuevo.

Cada año, en el mes de mayo, la gente llevaba ramos de flores, las más perfumadas y vistosas, a tan insigne lugar. Allí los ofrecían a los mártires con la convicción de que nunca más se incurriera en tan nefanda crueldad. La habían rebautizado con el nombre de “Cruz Renovadora” : se había instituido la paz.

martes, 29 de octubre de 2013

DUEÑO CON FLOJERA

DUEÑO CON FLOJERA                                                                      Cristóbal Encinas Sánchez


El perro del insoportable vecino del sexto se las  había ingeniado para escaparse otra vez. Dio un gran tirón de la correa que le tenía sujeto a la baranda. Bajó las escaleras y en el cuarto piso se paró y defecó abundantemente.                                                                                                                Un vecino del rellano, que oyó cierto estrépito, abrió su puerta muy escamado y sigiloso. No encontró a nadie allí, solo vio la inmensa majada que el animal había soltado y los vistosos rastros que iba dejando el zigzagueante gancho de la correa.

    Sin pensarlo dos veces, el encorajado vecino descendió en  el ascensor hasta la planta baja del edificio. En el tablón de anuncios, con letra grande y roja, escribió inquisitorialmente: “Reclamo, con urgencia, al amo del perro que ha vuelto a depositar el objeto de su vientre, para que vaya de inmediato a recoger el mandado. ¡Hágalo!, por mantener limpia la escalera y por tener alta su cara”. “¿No debería usted de perder la costumbre?”.




viernes, 25 de octubre de 2013

LADRONES DEL VIENTRE

LADRONES DEL VIENTRE

Cristóbal Encinas Sánchez


No converses con personas extrañas
que te negocian como porte lastrado.
¡Malas influencias has tenido, niña!,
para que te corten los sueños:
has permitido que te inyecten
el veneno en el vientre.

¡Cuerpo dado al destrozo!,
ya avergonzado y dispuesto a morir
en un gran vacío sellado.
Lloros que se ahoguen en suplicios
y cordones faltos de alimento
te esperan.

Solo falta el dinero para cubrir los gastos
del posible homicidio.
Pero no hay más dinero.
Aunque una amiga tuya le ofrecerá su cuerpo
si con ello logra pagarlo.
Quizá, ahora, le compense al malvado,
en sus propósitos,
la posibilidad de dar así otra vida
como la que ahora quitará.

Ya estás en la estacada
y un mal viento puede cambiar tu sino.

Camina atenta para no desfigurar tu rostro.
Escucha a quien preserva tu futuro
de todas las mentiras encubiertas.
Declara en ti a todas las mujeres tus heridas
para que las sepan
y no sean víctimas de una ilusión mal concebida.

No te fíes de la gente que inserta desdichas por la calle
y a oscuras pueda atraparte,
como al tallo las espinas.
¡Hornacina de plata!, 
regalarán tu oído esos ladrones,
con huecas palabras de vil canto
y te romperán si los escuchas,
y aflorarán ajados carmines a tu boca
y la nieve tu corazón apagará.

¿Acaso tu amor,  
no protegerá a la vida que te brota?
Tus manos, ¡crúzalas!  
armadas por tu vientre,
que por ello serás de nuevo redimida.
No penetrará la sierpe                                                                        hasta el origen de la vida;
y no arrastrará consigo
a esos huesos cuajados de esperanza.
No te dejará sentir el miedo
en rojas marejadas.

Tu cuerpo, ya limpio,
no  habrá expulsado  el germen
que estaba floreciendo.

Entonces,¡agradécelo!

sábado, 12 de octubre de 2013

QUE NO QUERÍA CLAVELES

                             QUE NO QUERÍA CLAVELES                              Cristóbal Encinas Sánchez

Con unos pantalones viejos y una camisa sin botones, el gitanillo bailaba descalzo. Estaba contento y jugaba con gracia. Sus compañeros pensaron en hacer una carrera a ver quién la ganaba. Formalizaron las condiciones para los aspirantes. Él, mientras, se echaba otro bailecito en el escaso espacio libre de una acera rota. Sus pies estaban bien curtidos.
Era un torbellino moviéndose y haciendo posturas de gran estilo. Tenía genio y cantaba con entusiasmo: ”Yo no quiero claveles..., lo tiro al pozo”. Se echó un nudo en la camisa y se preparó para echarse la carrera.
Cada uno de los participantes había colaborado con algo para el ganador, en una caja de cartón. Allí, juntaron cosas muy dispares: un buen racimo de uvas de teta de cabra, un melón de piel de sapo, una almorzada de almendras, granadas, peros y una pequeña medalla de plata.
Comenzó la carrera en el polvoriento camino de tierra. Al primer paso, alguno de los espectadores introdujo un palo seco entre las piernas del gitanillo. Cayó al suelo y quedó tendido. El que dio la salida se dio cuenta del tropiezo y mandó comenzar de nuevo. El niño se levantó con sorpresa, pero aceptó estoicamente la broma y sonrió. Todos tenían zapatillas y él, descalzo, no tuvo problemas para llegar el primero.
Se llevó la caja de cartón con todas sus ricuras. ¿Cómo las disfrutaría con su familia? Se le oyó cantar su canción preferida: “Que no quiero claveles, de ningún mozo”. Rio a carcajadas. Alguien le miró con desprecio, porfiando que a la siguiente vez no ganaría; pero él ya estaba lejos.

Por la noche se oyeron las campanas al vuelo. La gente escamada salió a las puertas de sus casas. Una reunión de padres y de mayores iban pidiendo que salieran voluntarios para buscar a un niño que faltaba de su casa desde hacía muchas horas. Durante toda la noche hubo trasiego de jóvenes deambulando por los lugares próximos al pueblo, por el río, el llano y la dehesa.
Cuando amaneció fueron a la senda de las Higueras, lugar por donde a él le gustaba ir con sus amigos al salir de clase. Allí, era probable encontrarlo, en la zona más escondida y vistosa. Pero no, allí tampoco estaba. Paralelamente al barranco de las Torcaces había un pozo seco de una considerable altura. Uno de los padres y su hijo se asomaron al brocal y vieron un pequeño cuerpo tendido en el fondo. No había duda. Dieron la voz de un hallazgo: “Aquí ,aquí”. Después, alguien llevó una soga larga, y el padre se descolgó con cuidado por las paredes.

Abajo, con los brazos abiertos, como mirando al poco cielo que dejaban los cansados observadores, yacía el pobre niño inerte. Sobre su pecho descubierto había diseminados diez claveles blancos. En su puño entreabierto apareció una pequeña medalla: la que había sido su mejor trofeo.                                          


viernes, 11 de octubre de 2013

LOS SUEÑOS BUENOS

LOS SUEÑOS BUENOS                                                                                  Cristóbal Encinas Sánchez

Y ella, soñando, me echó
al lugar de los sueños buenos.
Como siempre, bondadosa ,
no quiso apartarme de su lado.
De sus buenos pensamientos me cubrió
y con las fuerzas de su espíritu
me apartó de las iniquidades.
Empecé a tener cabida en su cabeza
Y logré asirme de las ideas mejores.

Recordarla como adalid que me protege
y estar siempre a mi lado me complace.
No puedo resolver el pasado:
irrevocable.
El pasado es irreverente y terco,
inaccesible,
al no parar de transcurrir los días.

EL CAMINO

           EL CAMINO                                                                       Cristóbal Encinas Sánchez

Cada uno, su camino
-decía un buen hombre viejo-,
tomarlo debe, sin prisa,
como el que toma un consejo
o bebe vino,
que el sabor viene despacio.

Si no se sabe, con tino,
marcar muy preciso el paso,
el camino se hace oscuro
y el viaje se hace largo.
Eso decía un buen viejo
que me encontré caminando.

domingo, 6 de octubre de 2013

TORTAS DE ACEITE

                                         TORTAS DE ACEITE  (Al estilo de Mª Teresa)                                        Cristóbal Encinas Sánchez
INGREDIENTES:

-               -    22 panes (en masa) de ½ kg, aproximadamente
-               -     6 o 7 vasos de 200 ml de aceite de oliva virgen extra
-               -    100 gr de matalahúva (limpia)
-              -    1  ½ kg de nueces, sin desmenuzar mucho (a cuartos o a medias)
-              -    1 ½  kg de pasas malagueñas (humedecerlas en agua si no están jugosas)                              -    1 kg de azúcar blanquilla                                                                                                                 -   1  kg de harina 

PROCESO DE ELABORACIÓN

               Se coge un barreño (o recipiente con buena base) destinado a estos menesteres, con capacidad de unos 20 litros y se echa la masa sin que se haya enfriado mucho. A continuación se van echando vasos de aceite (en principio dos) y se va hollando la masa con los puños. Cuando lo haya absorbido, se seguirán echando sucesivamente más vasos. Cuando a la masa se le haya vertido todo el aceite previsto (y según se vea también) y esta lo haya absorbido, totalmente, se procederá a echarle primero la matalahúva y se le meterá a la masa con las manos. Después, las nueces y se repartirán por toda la masa, de igual manera y poco a poco. Por último, se hace igual con las pasas. Así sale una mezcla que contendrá todos sus componentes regularmente distribuidos, o así se procurará. Ahora se dejará reposar unos minutos. Después se comprueba si se pueden hacer bolas del tamaño del hueco que formen las dos manos (a gusto de cada uno, sobre unos 200gr) sin que se adhiera a nuestra piel. Como se pegará un poco al principio, se le irá espolvoreando con harina hasta que se desprenda bien la masa de las manos. No hace falta espolvorear en grandes cantidades, sino poco a poco, a medida que se va gastando la masa (en volúmenes de 3 o 4 tortas). Téngase en cuenta que con un kg de harina habrá para toda la masa, si se hace con mesura. Se procurará que no se salgan fuera, de la bola conformada, las pasas ni las nueces, por lo que se le darán sucesivas pasadas entre las manos y metiendo los salientes.
En una latas, de chapa, de acero galvanizado o inoxidable, si las hubiese, con unas dimensiones de 50 o 60 cm de largo por 35 o 40 cm de ancho, se irán disponiendo las bolas de masa, que una vez asentadas se rayarán con una espátula, formando cuadrados para así sostener el azúcar que después se echará con cuidado de no derramarla. Igual que con la harina, no hará falta más de un kg de azúcar.                                                                                                                                                                                                                                                     A ser posible, se dejarán unos tres cm de separación entre ellas y con los bordes de la lata, porque si no al expandirse, al cocerse, se tocarán y no saldrán con la mejor apariencia. De todas formas, no pasa nada, luego se separan por la junta que habrán formado.
Por último, y sin que medie mucho tiempo, el panadero habrá preparado el horno a una temperatura de unos 210 ºC. Se meterán en él y allí permanecerán cociendo durante 40 o 45 minutos, siempre bajo su supervisión, ya que él responde si se quemasen. Con este volumen de masa conseguido, salen aproximadamente unas 70 unidades. 
A la hora de sacarlas del horno podrá usted probarlas y - si lo desea- hacer hasta un regalo a familiares y amigos, cosa que les dejará buen sabor de boca y además le quedarán muy agradecidos. Si prevé que no se gastarán todas en 3 o 4 días, métalas en el congelador, y las podrá disfrutar en días posteriores.       
       
N.B.  Si dispone de nueces enteras es recomendable que no lleven mucho tiempo recogidas para que no se enrancien. Después de partirlas se limpiarán a conciencia. Para ello dele por lo menos otras dos vueltas más, porque siempre quedan restos de cáscaras y alguien se las puede encontrar al hincar el diente, y lastimarse.                                                                     Razonablemente, si desea usted hacer menos cantidad, pues establezca la proporción a todos sus componentes. ¡Y mucho cuidado con los diabéticos!, pues se puede echar mucha menor cantidad de azúcar para las de ellos. ¡Y que les aproveche!                                                            

LA MUSA

                  LA MUSA                                                 Cristóbal Encinas nchez


La Musa me cogió desprevenido.
Cuando la espero, nunca se asoma a mi ventana;
mas siempre lo hace cuando escribo
en este papel interpelado y remiso.

¡Bien amada, rayo de  sol mío!:
eres la testigo de mi indecisión diaria.
A estas horas altas de la noche, yo te anhelo;
estoy cansado, olvidado y recluido.

Préstame, oh dama, tu voz apercibida;
que yo oiga clara tu palabra
y mi mano realce su expresión.
Así podré escribir conciso el párrafo
que sale de mi último aliento;
y sacar del verbo, 
como de un amor,                                                     el más singular y apasionado beso.

sábado, 5 de octubre de 2013

¡POR FAVOR!, BAILEN OTRO TANGO

         ¡POR FAVOR!, BAILEN OTRO TANGO                                                          Cristóbal Encinas Sánchez

       Aquí quiero hablar de tener sueños con metas, de cosas difíciles que se pueden conseguir, de llevar la sonrisa en los labios y en la mente; del esfuerzo y el sacrificio para conseguir la felicidad. Y de tantas cosas que hay que plantearse y no dejar escapar, para no aburrirse ni obcecarse, de darse tiempo para que transcurran otra vez las cosas ya olvidadas. 
Saber reírse para conseguir la sabiduría. Dar y ayudar para conseguir la voluntad de hacerlo y tener las miras altas, porque todo redundará en propio beneficio.
Tras pensar tantas cosas, me viene de la mano algo que para mí es muy socorrido: el cante y la danza¿Y el tango? Me alegra pensar en el tango. Esa expresión de música  airosa, firme y nostálgica, que siempre nos recordará a famosos cantantes como Gardel o Magaldi,  y que es propia del desarraigo, de la emigración, del desamor o del engaño, es también de la esperanza.

Recuerdo en el Café La Milonga, a una chica argentina y a un muchacho italiano, más joven que ella, que bailaban a diario los más trillados y sabrosos tangos, como grandes enamorados, al son del violín que diestramente acariciaba un músico de Ucrania. Todas las noches de los sucesivos veranos, durante la hora mágica que duraba el espectáculo, de doce a una, lograban con su baile entusiasmarnos a los que asiduamente asistíamos. Ellos traslucían su total entrega y compenetración. Era como algo espiritual y envolvente, traspasando los muros de la soledad y el desasosiego, para llevarnos hasta la complacencia. ¡Ah, qué momentos tan deliciosos en la década de los ochenta!

Hace varios días se me ocurrió llamar por teléfono al número que guardé, para saber si todavía seguían ofreciendo, en dicho café, aquel espectáculo. La voz de una señora que me contestó – estoy seguro de que era ella - lo hizo despaciosamente, cansada, así como perdida: “Aquí solo se venden periódicos, revistas y especialmente discos de todos los tiempos, pero sobre todo de tangos”. 

He vuelto a recordar, gratamente, qué destreza y qué encanto tenía aquella mujer, cuando se  desplazaba, sinuosa e hiperbólica, maravillosamente, en sus recorridos por el escenario. Cómo se dejaba caer hacia atrás y se reincorporaba tras su lucimiento, para ser abrazada por su chico que todo lo dominaba. La sensación de armonía y perfección era inequívoca. 
Al acabar su repertorio, siempre había alguien que les sugería, en complicidad y con una gran sonrisa del público: "¡Por favor!, bailen, esta vez para mí, otro tango".


EN LA ADORADA PRADERA

                                        EN LA ADORADA PRADERA                                                         CRISTÓBAL  ENCINAS SÁNCHEZ

En la adorada pradera se asoma 
la penumbra brumosa que embarga 
a la callada tarde, solemne,
y te anda buscando.
¡Siempre te ronda!
Tengo que hacer un alto en el camino.
Me pierdo con el río al fondo, 
en  la arboleda, en los recovecos
adornados de pedregosos bancos,
donde estuvimos aquel día. 
Aguardan allí mis esperanzas, 
mis viejos recuerdos en la barca
y un caballo que corre
 hasta a una nube y salta.
Con la luz de la marcada puesta de sol
que ilumina mis tardes, 
solazado a la espiga de tu talle,
nos fuimos arrullando en la espesura.
                                 Pero ahora estoy solo                                               y ando perdido en esa niebla
que se sujeta al río hasta llegar el alba,
sin encontrarme a nadie para hablarle.
Estoy asomado entre unos troncos
como una presa que está desprotegida.
Miro al cielo: no es posible alcanzar
aquellos deseos allí nacidos.
Todo se oscurece y nadie me ve.
Sueño, intentando abrazar 
tus profundas aguas:
el remanso cálido que eres
que  hace elevarme en la llanura.
Corro con caballos desbocados, 
y como mil de ellos expreso mil delirios.
                            Rompo entonces el silencio de mi alma.                                                                                                                                                                                Impertérrito yago en el olvido,                                                co
mo en tantas noches pasadas,
monstruosos sueños me han dormido.
                                Busco en la ladera verde                                                                      el prominente montículo,                                                             señal propia de su estado.                           
 ¿Será ella más que tierra?
                                          Al no hallarlo,                                                                                       me pierdo corriendo como loco                                                                         por la ladera abajo.
                        Se acerca la noche y el río se abre ante mí.                                               Ni un resquicio de luz se queda a acompañarme.
El reflejo de la ilusión desaparece. 
Vuelvo a mirarme al río. 
Ya no debo ser yo, pues no me veo.
Conservo las flechas que apuntan al futuro,
las que en mi corazón albergan sorpresas
que irán a buscarte y decirte en la mañana qu
e te espero.

                                       Aquí, oh, ya me quedo                                                                          poblándome de tierra tuya,                                  serenidad inmensa.


viernes, 4 de octubre de 2013

UN JORNAL MUY DISCUTIDO


   Cristóbal Encinas Sánchez  

La veraniega noche se había echado encima. Después de una jornada dura, aquella le había sorprendido trabajando. Por la senda hacia el llano de trigo, casi totalmente segado, iba caminando Sergio junto a la filas de haces, poniéndolos bien. “Es una gran satisfacción rendir lo que se cobra”, pensaba. Estaba seguro de que al año siguiente lo llamarían para hacer el mismo trabajo.                                                                                                                  
Su perro, Relámpago, no le perdía de vista y le acompañaba sin quedarse nunca atrás. A veces se ponía junto a él, incluso cuando iba a beber agua, para que supiera que él también tenía sed.
Sergio había recogido todo su hato con las cosas personales y se disponía a irse a casa, pues al día siguiente se acabaría la siega. Colgó su hoz al cinturón por la empuñadura, en la rabadilla. Ya en la vereda y sin darse cuenta, se le acercó el encargado de la finca. Venía solo y para no hacer ruido había dejado su mula cerca de la era. El segador reparó, en el último instante, en que alguien se aproximaba. Volvió la cabeza hacia atrás, y los dos hombres se miraron, sin saber ninguno el alcance de su mirada, pues la noche venía oscura. Se aproximaron.

      -¡Que sea la última vez que cazas a estas horas con el perro!- dijo el manigero.

      -Yo no cazo ni de día ni de noche con el perro, porque no sabe el oficio, solo juega con todos los animales que se encuentra-, dijo el jornalero con voz íntegra y tranquila, pues aquella conversación no tenía por qué comenzar en aquel tono desafiante.

      -Siempre va mirando por todos los majanos y olisqueando en todos los cubiles, que lo veo yo.

      -Sí y escucha todos los ruidos que hacen los animales, pero le puedo asegurar que nunca le ha hincado el diente ni a una gallina. Yo le doy bien de comer  y no me gusta que vaya por ahí atrapando cosas muertas o pidiendo las sobras a los compañeros a la hora del almuerzo. Como no es depredador, tampoco lo echa en falta.                                                               
      -¡No me vengas con esas!, que tiene espantados a todos los conejos y perdices que hay por aquí. Así que, el perrito, mañana te lo dejas en tu casa o lo atas y por la tarde lo sacas a pasear, porque tú no tendrás que echar horas extras, aunque otros, tal vez sí. ¿Me has entendido?: no lo traigas mañana.

      -No querrá usted que haga esa tontería, cuando  sabe mejor que nadie que el perro se porta bien y que en todo el día no se retira de mí, apenas.

      -Tú, a mí no me corriges, ni me insinúes que puedo estar equivocado, o tonto y no me doy cuenta de las cosas. Hazme caso y no te arrepentirás. ¡Cállate y vete ya a descansar que mañana te interesará cumplir bien!

La noche se había cerrado totalmente, y ellos  no se veían las caras. El segador le  contestó al instante:

     -Ahora mismo me voy, pero... de juerga, porque la feria empezó esta mañana y nos juntamos los amigos en el recinto.

     -Si tú te vas de juerga, que yo no te vea, porque si no lo vas a notar.

     -¿Me vas a dejar sin dar el jornal?- , le hablo de tú a tú sin remilgos.

     -O algo peor. Me vas a tener que pagar el dinero que pediste como adelanto, pues el amo me ordenó que te lo diera del mío propio, pero no me lo repuso.

     -Tú no le has adelantado el dinero a nadie nunca, me consta, porque no eres generoso y la envidia te corroe.

Las cosas se estaban poniendo tensas y el manigero echó mano a la vara de olivo que tenía para fustigar a los semovientes y la hizo sonar en el aire. El segador permaneció en el sitio, sin moverse. El otro habló descaradamente:

      -Os he dejado muchas veces recoger las bellotas de las encinas dulces que lindan con el monte y los higos verdales de las higueras del barranco, buenísimos, cuando yo tenía cerdos para alimentar-, dijo subiendo la voz en forma desatenta y debido a la escasa distancia a la que se encontraban le llegaban algunos perdigones a su interlocutor.

      -¡A ver si te vamos a agradecer hasta el aire que respiramos en estos trigales!

Se cortó de golpe la conversación. Las estrellas daban una tenue señal luminosa. El jornalero, sigiloso, descolgó la hoz de su cinto, la aprehendió con destreza, la elevó silenciosa hasta el cuello de la camisa del encargado, y sin que este lo advirtiese, le comentó:

      -Te apremio a que no te exaltes tanto y bajes el tono de tu delicada voz, porque mi mano empieza a temblar y sabes que esta herramienta canta en un tono elevado también y corta el pescuezo de un gallo, como tú, en menos tiempo en que hago una manada de mies.  

El avasallador sospechó algún ardid e intuyó, como una ligera mordida, los dientes de la hoz en su camisa, pero no veía nada en absoluto.

      -No te lo tomes así, pues te lo digo por tu bien. El jefe tiene previsto despedir a alguno en el otro pedazo y ha pensado en ti. Pero yo le he quitado las ideas.

      -Tú dices eso sabiendo que a mí no me despedirá. Él también sabe que soy el primero que está en el tajo cada día. Y no me arredro ante el trabajo, haga frío o calor. Siempre me quedo a recoger las gavillas que otros han dejado aisladas, para que no tengáis argumentos contra nadie. Y ahora, estás acabando con mi paciencia.

Hacía un momento en que un viento malagueño se había levantado. La hoja bien templada de la hoz había atravesado la tela de la camisa por debajo de la tirilla del cuello y había mordido la piel del encargado. Este la oía vibrar muy cerca de su oreja, y en mano de un segador tan diestro, la hoja seguiría fiel a su deseo. Sergio no esperó más para decirle en un tono ya apaciguado:

      -Cuando quiera, nos despedimos, jefe, pero que sepa a lo que estoy dispuesto a hacer  ahora mismo. Hasta estoy por concederle el gusto de no irme a la feria si se empeña.

Ahí cambió, a mejor, el cariz que había adquirido la conversación.

      -No me lo tomes a mal, muchacho, pero lo que te he querido decir es que si trasnochas, luego, puede ser que no llegues de los primeros al tajo, o que no puedas rendir lo que te pagan. Y yo sé que tú tienes ese orgullo.

     - Sabe usted que sí, pero no me cabree, pues estoy harto de amenazas. Estoy dispuesto a no pasar otra por alto.

El perro, fiel a su amo, les rondaba pusilánime y escurridizo, presintiendo un desenlace bravo y sangriento. Daba vueltas y es que olía el miedo del contrincante.

      -Perdona, Sergio- dijo el afrentado. -Es tarde y no podemos andar discutiendo. Acuérdate de invitar al resto de tus compañeros en esta noche de feria. El amo tuvo la atención de decírmelo esta tarde cuando fui por el agua. Os lo merecéis porque rendís en demasía. Dile al camarero que os sirva la bebida que deseéis, que la pagaré yo-, decía el muy pelotas.

Sergio fue separando la hoz con mucho cuidado del cuello de su encargado. Tenía la mano bien sentada y sabía manejar con precisión aquella herramienta peligrosa. La bajó con aplomo y la llevó paralela al cuerpo hasta la altura del muslo y ahí se quedó hasta que el otro se marchó con la mula. De seguir en su empeño y con malos modos, estaba decidido a hacerle cambiar de opinión con su "argumento".

      -Buenas noches, Sergio. ¡Arre mula!   
   
      -¡Buenas noches!, señor encargado.

Se despidieron afablemente los contertulios, dando síntomas de que allí había una claridad pasmosa en la exposición de pareceres sobre singular tema, aunque la noche no se diera por aludida.

Relámpago se quedó vislumbrando en el horizonte al que se alejaba: una figura desgarbada y cheposa con la suerte de llevar aún la cabeza pegada al cuerpo. Dio dos pequeños ladridos de alivio y se colocó delante de su querido amo, mostrándole el camino hacia su casa, donde le estaría aguardando una abundante comida que tanto necesitaba 
                                     


sábado, 28 de septiembre de 2013

EL SERPIENTES

EL SERPIENTES
Cristóbal Encinas Sánchez

     EL “Serpientes” tenía  once años. Su divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio. Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su manga. Le brillaban sus ojos y fruncía el ceño insinuando a sus espectadores que tenía valor.

Siempre estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno le requirió este para ayudarle en la recogida de las ramas, cuando cortara unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que la pala dio contra uno de los alambres y rebotó. El padre voló para quitársela de las manos. La cortante cadena se paró radical. Pero ya era tarde. De la frente brotó un manantial de sangre y rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño reconoció su imprudencia y le dijo que apenas le dolía. El padre, sofocado, echó mano al teléfono y marcó el 061. Una muchacha le contestó:

    -  “Siéntelo, apriétele fuerte la herida y cúbralo con una manta”.

Nueve minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño abstraído, hizo el disimulo de intentar coger a un gato romano que merodeaba por allí.
En quince minutos llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso. Un médico moreno y alto, con acento, dijo:

     -“ La herida no es grave, el hueso está intacto”-. ¡Qué gran descanso experimentaron los padres! -“Es una arteria seccionada pero la coseré bien, sin provocarte dolor. Ahora, tienes que hacerte una resonancia”-. Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable y que le auguraba bien.

      -“Prométeme no jugar más con esa ruidosa máquina ”.

     - “Sí, se lo prometo- respondió resuelto-, pero es que vi un ciempiés y...”.

Presentaba un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada.
A los cinco días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero escandalosa en la infantil cara, y al descubierto para que se orease. El peligro había desaparecido. 

Bajando por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su percance. Una mujer joven y su hija, de unos cinco años, se subieron en la planta segunda. El niño la miró con cara de satisfacción, alardeando de una frente recompuesta y sana, a la vez que movía su cabeza y fruncía, vivaracho, el entrecejo como él sabía hacerlo.   
La niña, espantada, vio aquella cicatriz y se pegó a su madre: se asemejaba a una viborita reluciente que se adentraba en la espesa cabellera negra del aquel curioso personaje.

viernes, 27 de septiembre de 2013

RELÁMPAGO ES CONFIADO

                                                                                                                                                                  (Capítulo IV)                                                            
 Cristóbal Encinas Sánchez

          Relámpago, al levantarse de la siesta, sigue un rastro de papeles de celofán tirados en el camino que lleva a un antiguo castillete. Un olor de fantasía de fresa inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar una apetitosa merienda. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda,  la vieja torre ya derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo llamativo entre los huecos de las piedras. Eran caramelos muy variados. La intención de ellos clara a la vez que simulaban no ver a nadie. Querían que Relámpago entrara en su juego y atraerlo gustosamente.                                                                                         Un tercer niño hacía el paripé de buscarlos y se sorprendía cuando los hallaba sin esfuerzo. Había encontrado pequeños tesoros y, con alegría, daba saltos exclamando: “¡Están de rechupete, qué ricos!”. A continuación tiraba el vistoso papel de envolver para que Relámpago se fijara dónde caía y fuera a deleitarse con su aroma.
Así pasó. Se acercó al insaciable niño que le ofreció uno de aquellos manjares. Mientras, los otros dos niños se perdieron tras una esquina del muro. A Relámpago se le caía la baba por las comisuras de los labios, pues él era un golimbro empedernido y lo siguió atento con la pretensión de probarlos.
      
      -¡Qué ricos!, toma uno. ¿Te gusta?...,está muy bueno. Ven aquí, toma...

El niño continuó con la búsqueda de aquellos duces. ¡Qué felices recuerdos le traían! :  frutas de Aragón, figuritas de chocolate blanco y rosa, roscos untados con miel, hojuelas con azúcar, almendras garrapiñadas... Se perdía recordando y masticando delicias imaginadas.

La simpatía y la soltura del niño en su comportamiento, que le hablaba y le ponía en su boca tocinos de cielo, le hizo confiarse y echarse a sus pies. La trampa estaba urdida. Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda de pita, el niño, tan desenvueltamente, lo fue enredando hasta que no pudo ni andar. Al instante, los otros dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito montados sobre un pollino cordobés albardado. Cogieron la cuerda para llevarlo de reata y lo jalearon, para perderse en dirección al río. Atravesaron por el vado y estuvieron a punto de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo. Relámpago cambió su semblante: se imaginó lo peor y se estremeció. Aparecieron al final de la calle que le llevaría hacia su antiguo amo. Entonces comenzó a gemir, a latir desesperado y nervioso, y se metía por entre las patas del animal, que estuvo a punto de pisarlo.
Sus raptores no precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguir sumiso tras el rapto, pues ya sabía lo que le esperaba. Si se había fugado la semana anterior, con paciencia esperaría un descuido de sus secuestradores cuando pusieran los pies en tierra y lo desataran de la albarda.
Llegaron a un  pilar conducidos por el más pequeño y se bajaron los dos, confiados, a beber agua y a darle, eso sí, también a los animales.      

Con gran ímpetu y como si fuera un galgo, propició un gran salto sobre el pilón que estuvo a punto de bañar entero al niño, si no llega este a soltar la cuerda para agarrarse al borde.

Era la ocasión que había estado esperando y supo aprovecharla. 

SOLEDAD

SOLEDAD
Cristóbal Encinas Sánchez

Delirios de primavera
sentí en mis labios
al reposar despacio,
sobre tus labios rojos.
Por un camino de abrojos
caminan dos peregrinos
buscando tus labios rojos.
¡Peregrinos son mis ojos!

Peregrinos son mis ojos
del sendero
que lleva a tus labios rojos.

Lejos de mí, palpitan
unos ojos claros,
un perfume de princesa,
esencia de margarita,
un tenue cantar de oro,
un profundo suspirar
y un tesoro:        
mi Soledad.

¡Qué desatino!
no poder ver el camino
que parte de su mirada.
¡Qué destrozo!
que no puedan ver mis ojos
su rostro de enamorada.
Si no puedo ver sus labios
¿para qué quiero mis ojos,
si ya no puedo besarlos?

Delirios de primavera
sentí en mis labios
cuando toqué el encanto
de inmensidad:
los labios rojos                                                                                    de Soledad. 

A RELÁMPAGO NO LE GUSTAN LAS FIESTAS

A RELÁMPAGO NO LE GUSTAN LAS FIESTAS
 (Capítulo I )
Cristóbal Encinas Sánchez

    Relámpago es un perro bueno, agradecido y muy inteligente. Es un podenco andaluz canelo con dos lunares blancos en la cabeza. Sus ojos verdes, inquisitivos, le dan un aspecto de entereza y resolución, capaz de todo, aunque solo es en apariencia.
La primera vez que lo vi estaba desmejorado y abandonado por su madre. Fue en la puerta de la escuela, al acabar las clases, cuando los niños más pequeños nos hicimos cargo de su subsistencia. A la hora del recreo nos esperaba y le echábamos trozos de nuestros bocadillos, algunas nueces con higos y carne de membrillo. Lo teníamos muy entretenido y siempre jugábamos con él camino a casa. Y en este ambiente de confianza y amistad,  fue criándose a nuestro par.

Relámpago era, además, un perro libre. Cuando ya tenía un año, en una tarde del mes de mayo, antes de las fiestas patronales, un hombre se lo encontró vigilando a unos patos en el humedal y lo engatusó con golosinas para llevárselo a su casa y adiestrarlo para la caza. Le soltó varios conejos y polluelos en la cuadra para ver con qué arte los atrapaba. Lo azuzaba con insistencia, pero él, lejos de perseguirlos e hincarles el diente, saltaba alegre y con mucho tacto se revolcaba con ellos, mostrando su noble carácter. Nunca le hizo daño a otro animal y ahora menos, cosa que el nuevo amo no aceptó con agrado.

   - ¡Será cuestión de insistir! Se le despertará la afición– pensó el cazador.

Así continuó hasta el día en que empezaron las anheladas fiestas. Su amo, como cada año, se había apuntado al tiro pichón para lucirse. Pero a Relámpago tampoco le gustaban los tumultos. Los bullicios, cohetes y escopetas le ponían histérico. 
Llegó el segundo día y se fueron a un lugar distanciado del pueblo, próximo al monte, donde se produciría el evento. Con tantos disparos, el pobre perro estaba ya desquiciado y en tres ocasiones que tuvo de recoger los palomos heridos, no aprovechó ninguna y los dejó escapar entre las retamas y los espinos. Sencillamente, él no estaba por la tarea, pero ladraba y disimulaba lo suficiente.

El amo, desprestigiado, se mostró airado y se lanzó sobre el inútil perro para cogerlo del collar  y, arrastrándolo, lo llevó hasta el remolque de su vehículo. Relámpago se sintió ultrajado, despreciado e infeliz. Su corazón latía azogadamente. No comprendía la furiosa actitud del humano. Cuando llegaron a la casa, fue atado a una estaca en el hueco de la escalera del pajar y abandonado, otra vez, padecería lo indecible. Volvió a recordar los tiempos de su infancia. Pero él no estaba dispuesto a ser un esclavo.                                  Al amanecer del día siguiente puso en práctica su estrategia de fuga.