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sábado, 21 de diciembre de 2013

LA MUJER DEL SEPULTURERO


                    LA MUJER DEL SEPULTURERO                                          
                                   Cristóbal Encinas Sánchez

Un pacto con la comunidad del más allá parecía haberle facultado a aquella mujer para ostentar poderes extrasensoriales, adelantarse a los acontecimientos y sacar a la luz cosas olvidadas.
    Decían haberla visto una noche, rodeada de una aureola cuando  iba al cementerio a visitar alguna tumba o algún espectro que tal vez,   por indicios, quisiera ponerse en contacto con ella. Corría con las  manos abiertas dirigidas al frente, absorbida y tratando de alcanzar a otras benefactoras e invisibles.
    La vida de esta mujer era sencilla. Se limitaba a sus quehaceres del hogar, salvo cuando había algún entierro, que se volcaba en ofrecer a  la familia del fallecido el consuelo reparador. La noche del deceso, preparaba el pequeño incensario para quemar todas las esencias disponibles hasta el amanecer, propiciando un ambiente de   recogimiento.

    Su marido, el sepulturero, era un hombre caritativo, piadoso. Esto se apreciaba en la forma          de tratar  los cuerpos exánimes que, raras veces, venían sin meter en la caja. Los transportaba en un carro viejo dedicado a este uso, preparado en la puerta del cementerio para los  que careciesen de medios para celebrar el sepelio. Entre ellos destacaban los vagabundos y los que venían de lugares lejanos a  realizar trabajos de temporada, y que vivían en cortijos ruinosos, chabolas o chozas.

    La gente del pueblo se ayudaba ante las dificultades y más en estos casos. El carpintero siempre disponía de un par de troncos gruesos de álamo para solventar la situación. Cuando oía las campanas doblar a duelo, él sabía que tenía que preparar la caja. Si los dolientes podían pagarle su trabajo, lo aceptaría y si no le pagaría, como siempre, el sepulturero.

    El acto de desubicar el cadáver y llevarlo a la caja era un acontecimiento. Él lo sujetaba con cariño, por la espalda, como a  cuerpo santo; con un paño mojado le lavaba la cara y lo peinaba. Después le daba un beso en la frente y miraba hacia el cielo. Exhalaba su aliento sobre él implorando una oración corta. Parecía que sus palabras salieran de la boca del difunto, con un deje adolecido pero también de esperanza. Las decía con la seguridad del que, iluminado, salvaría las dificultades del inescrutable camino.
Al acabar el rezo y con un leve gesto, a su mujer, era suficiente para   que esta comprendiera que debía ayudarle en el transporte definitivo. Después le cruzaba las manos sobre el pecho, en señal de resignación  y consuelo. Sus ojos arrasados de lágrimas expresaban su pesar, y daba la sensación de haberlo sentido como a un hermano, ahora, que no  podía nadie ser el beneficiario de sus acciones.

La mujer del sepulturero nunca había sido ajena a la trascendencia  de   la muerte de una persona, ni a la ayuda que le prestaría a un cuerpo   que un día fuera joven y tal vez hermoso. Por ello, ayudaba a su  marido en presentarlo con el mejor aspecto. En el futuro, también ella orientará al de su marido en el último viaje. Permanecerá junto a él  en la tierra que le dará el cobijo definitivo. Lo impulsará con todo su esfuerzo para presentarlo al Todopoderoso. Aquella mujer todo lo sabía porque él se lo había enseñado desde el mismo día en que la  encontrara  sola.  

LA CRUZ DEL DIABLO


LA CRUZ DEL DIABLO
  Cristóbal Encinas Sánchez

En la parte más alta del monte había clavada una gran cruz negra y roja de madera de pino. Decían los lugareños que provenía de Flandes. En ella se habían sacrificado a muchas personas desde la Edad Media. Un buen cristiano, a medios del siglo XIX, se la trajo de allí, donde permanecía arrumbada en el sótano de una iglesia, junto a un osario con escasos restos.

Fueron tan inhumanos los tratos  que en ella se infligieron que disponía de una cavidad practicada en la parte frontal superior del puntal, de un tamaño aproximado al de una cabeza humana. Este hueco se comunicaba con la cara posterior del madero a través de un orificio. Por él, cuando alguno de los condenados se resistía a morir, introducía el verdugo un largo clavo que le ayudaría a hacerlo de una forma certera.  Le llamaron entonces la Cruz Maldita o del Diablo. Posteriormente, la aserraron por este extremo para eliminar la macabra oquedad, aligerando así su peso. Y la volvieron a ensamblar de nuevo.

Cada año, en el mes de mayo, la gente llevaba ramos de flores, las más perfumadas y vistosas, a tan insigne lugar. Allí los ofrecían a los mártires con la convicción de que nunca más se incurriera en tan nefanda crueldad. La habían rebautizado con el nombre de “Cruz Renovadora” : se había instituido la paz.