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martes, 17 de junio de 2014

UN PEQUEÑO AHORRO MENSUAL

                          UN PEQUEÑO AHORRO  MENSUAL                                                  CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

     A la hora de la siesta, salió mi abuelo para despedirse de sus amigos. Se iba, no muy convencido, a su primer viaje del Imserso. Estaba  intranquilo haciendo sus preparativos, juntando sus medicinas, su tarjeta de la Seguridad Social, los números de teléfono. Subía a las cámaras de la casa con mucha frecuencia, cosa inusual. Cuando salió de la casa se llevó su impermeable para protegerse de la lluvia, pues era el mes de febrero y no quería quedarse en tierra por coger un resfriado. Eso era signo de que vendría tarde.  
Mi madre pensó que algo le preocupaba, en demasía a mi abuelo y cuando comprobó que traspuso la esquina de la calle me dijo que le acompañara a las cámaras, que íbamos a averiguar el motivo de su desasosiego, así que subimos preparados y tranquilos para rebuscar en todos sitios. Abrimos un arca de ropa, pensando que allí lo encontraríamos, pero todo estaba como recién planchado. Debajo de los asientos de un sofá antiguo, pero tampoco. Nos fuimos a la maleta de madera que era el escondite de sus libros de siempre, pero el polvo indicaba que no se había abierto. Levantó mi madre la vista hacia el techo, a las vigas, buscando un posible hueco entre el encañado. Vislumbró, próximo a las coces altas, en el rincón, unas huellas que oscurecían la cal, como de haber manoseado. Cogí la escalera de aluminio sujeta en el clavo y la descolgué para apontocarla en la pared. Metí la mano encima de la viga y encontré un sobre color sepia sujeto con una goma elástica. Se lo solté a mi madre que lo recogió en su mandil.
—¡Niño!, baja, que aquí hay unos papeles muy bien ordenados —me dijo mi madre con interés manifiesto. Con mucho cuidado lo abrió y, sobre el sofá, extendió todos los papeles del sobre. Uno de diez mil pesetas, otro de cinco mil y cuarentaidós billetes de veinte duros, equivalentes a ciento noventa y dos billetes de cien ptas.  Rápidamente hizo memoria y se remontó a febrero del 1992, cuando el abuelo decía que España ratificó el Tratado de la Unión Europea, en Maastricht y no nos convenía hacerlo, porque estábamos en inferioridad de condiciones.  Aquellas palabras no las olvidó ya mi madre.                                                                     Desde hacía ocho años, cada final de mes mi abuelo empezó a guardar  dos billetes de veinte duros de su paga y no los gastaba. Cuadraba la cuenta exactamente.
–“¡No nos conviene entrar en ese tratado!” - repetía muy a menudo.
Ahora empezábamos a comprender, mi madre y yo, muchas de las  manías de mi abuelo. La razón era evidente: por si algún día no le llegaba su pensión. Siempre había sido muy previsor.

LA BATALLA INCRUENTA


                    LA BATALLA INCRUENTA                           
Cristóbal Encinas Sánchez

      Había tanteado sus venas, exhaustivamente, comenzando primero por el brazo izquierdo. La enfermera se lo pensaba, como quien sabe que al final tiene que arremeter contra lo adverso. Tenía mucha paciencia, sabía la gravedad de la situación y no quería hacerle daño al muy sufrido y cansado enfermo. Sentado en la silla de ruedas mostraba sus delgados brazos.
 —Las venas están duras. Claro, circulan los sueros a una velocidad impresionante y le recorren el cuerpo matándole a su paso todas las células  —afirmaba la enfermera, dándole vueltas a pincharle.                                                                                                             Le estaba dando tiempo y palpaba muy cariñosamente, buscando las escondidas venas, hasta encontrar un sitio susceptible de ser pinchado en la parte anterior del antebrazo. Lo intenta y después de varios segundos sale un puntito negro que se queda al principio de la jeringuilla. Pasa medio minuto interminable, la vena está seca y ninguna sangre fluye por la aguja.
—No nos vale esta vena, lamentablemente –apostilla, reticente la enfermera.
Saca la aguja, pone algodón y aprieta en el pequeño orificio. A continuación le toma su mano derecha y desde el dorso tantea otra vez, en sentido ascendente, hasta el codo. Esta vez tiene la certeza de que sí la encontrará, porque no le queda más remedio. Sigue con sus golpecitos rítmicos como animando a salir al preciado líquido. Por fin introduce la aguja horizontalmente y al instante brota airoso, libre, un caudal que llena medio centímetro del tubo de cristal. Al enfermo no le ha dolido nada.                                                             

—Te has portado como un valiente —le susurra al oído con un gesto muy humanitario y complaciente para él.

En la batalla que se librará a continuación, en el laboratorio, ya no se herirá a nadie. El enfermo sonríe y se va a descansar, satisfecho.

viernes, 13 de junio de 2014

PERIQUILLA LA INTOCABLE


         PERIQUILLA, LA INTOCABLE               Cristóbal Encinas Sánchez

      La hija del Espantagustos, como le llamaban, era una chiquilla alegre y revoltosa. Tenía catorce años y todas las tardes se reunía con un mozalbete poco mayor que ella. Se contaban, paseando por los jardines, sus pequeñas cosas. Él tenía una figura agarabatada pero su carácter abierto y amable obviaba este defecto. Era un ganapancillo que gustaba de andorrear por las calles sin rumbo fijo después de realizar sus encargos. Así fue como conoció a Periquilla, con quien intercambiaba taz a taz sus regalos y chucherías, así como sus irreflexivos dichos, cosa que no menoscababa su frescura y disposición para el trato afable.                                                                                                                  Todos los días caminaban por los alrededores de la iglesia y gustaban de subir al coro cuando no había nadie, para estar a solas. El viejo piano, desguazado, mostraba su arpa cromática, bajo el hueco de la escalera, con sus desafinadas cuerdas, y ellos aprovechaban para darle unos cuantos rasgueados briosos. Se divertían así, y saliendo en tropel, Y cuando salían, metían un gran estrépito soliviantando a alguna mujer que entrara santiguándose, aunque más bien sería a los ratones. A estos les echarían las culpas, más de una vez, al oír notas que se oían aleatoriamente. Después se alejaban perdiéndose en el monte cogidos de la mano y buscando orquídeas. Hasta que llegaba la hora de recogerse y ponerse a hacer sus pocas labores de casa y de la escuela.                                                                                                                    En su barrio, de pequeña, la tenían por un marimacho, despepitada y burlona, que iba dando patadas a los montones de tierra, recogidos por las mujeres que barrían las puertas de sus casas, y a los cubos de agua para regarlas, consiguiendo así atrasar las faenas y que la gente se precaviera.                                                                                                 
Periquilla, a veces, tenía que ir a dar una razón a algún cortijo. Para ello enjaezaba su caballo negro. Se ponía las ropas y botas de su hermano, que le daban un aspecto de altivez y de seguridad. En la  puerta de la cuadra lo enjorquetaba dando un salto felino. A continuación sacaba de la albardilla una estilizada faca enfundada que la sujetaba a una liga bajo su rodilla. Así no tenía miedo y no retrocedía ante cualquier eventualidad.
            Cierto día, al final de la calle que lleva hasta los pinos, se topó con tres jóvenes de su edad. Con melindres le hablaron, a la vez que se aproximaron; uno de ellos, viendo que tenía prisa, le ofreció su bici para abreviar el camino e hizo la intención de subirla al cuadro para reírse de ella. Otro se aproximó y la cogió por el cuello, pero ella se zafó con rapidez. Al ver el panorama, la muchacha metió la mano en su mochila y sacó un minino de dos meses de edad y lo lanzó a la cabeza del acosador. El animal se agarró con presteza al cuero cabelludo y a la garganta, hincándole las uñas. El dolor era irresistible y el chaval graznaba como un ganso cabreado. Al de la bici le echó un bote entero de gusanos de cañaheja, con hormigas alúas y saltamontes que llevaba para ponerlos como cebo en las perchas. Al verse invadido por tantos bichos, el muchacho se espantó y enloqueciendo salió disparado dándose de manotazos.  El tercero se parapetó y con más vista y tiempo se le acercó por la espalda y, agarrándola del brazo la atrajo para sí. Sin perder un segundo, ella le propinó un taconazo en los testículos que no tuvo más remedido que dejarse caer al suelo, en donde ella le paseó el tronco varias veces. Así le distribuyó todo el dolor por la parrilla intercostal.                                                                                                     Tras el intento fallido y con el camino libre, la comprometida chica se apresuró en dirección al pueblo. Se fue al cuartelillo de la guardia civil para relatarles los hechos, y mostrarles los enrojecimientos  que todavía le marcaban el cuello. Posteriormente, la felicitaron por su buena suerte y por su atrevimiento a delatar a sus agresores. No le hicieron más preguntas. El cabo y un soldado fueron en busca de los culpables.
Esa tarde, el amigo de Periquilla fue informado de los acontecimientos. Se despidió de su novia y dio sus acostumbrados paseos, esta vez solo.  Empezaría a ajustar, particularmente, las cuentas a cada uno de los confabulados. A partir de entonces, quedó un refranillo, muy socorrido por los niños que decía así: “No molestes a Periquilla, que más pronto que tarde te alisará las costillas”.

COMETAS EN EL AIRE


              COMETAS EN EL AIRE  
           Cristóbal Encinas Sánchez

      “Su cometa es azul y la construyó él mismo de forma sencilla: con dos palos finos cruzados y encastrados a modo de diagonales de un cuadrilátero, envueltos y sujetos con un fino y resistente plástico claveteado. Tiene un círculo rojo pegado al mismo, inscrito en el ángulo agudo, que cuando se aleja la cometa resalta sobre el fondo azul. Rodeado de sus amigos, su figura sobresale por encima de ellos. Yo los observo estos días desde unas rocas separadas de la playa.
Es el más alto de todos. Su tez es morena, ojos negros a rabiar, pelo largo a juego con los ojos, con ligeros destellos azules. Su nariz es aguileña, con una prominencia discreta  que le hace adoptar un aire con reminiscencias árabes. El chico me gusta y por ello me ubico al soslayo del aire a veces violento y frío, tumbada al sol. Los días ya son más cortos, pues estamos casi a mediados de septiembre.
Dispongo de mi cámara Nikon, que en época estival, porto en bandolera. Siempre trato de que él salga en todas mis fotos, aunque sea en la esquina. Hoy no he cesado de apretar el disparador, lo hago automáticamente”.

Solía leer esto aquel muchacho cuando montaba en la yegua Garbosa. El carácter tranquilo del animal le permitía hacerlo sin sobresalto. En su mano izquierda llevaba un diario y las riendas con la derecha, por si acaso. Se apreciaba que le interesaba sobremanera lo allí escrito; se ensimismaba leyendo y el animal marcaba su paso, sabiendo adónde tenía que ir. El diario lo había perdido alguien en la casa que alquilaba su tío varios años atrás. Esta casa estaba en un pueblo de la costa andaluza. Su tío se lo encontró al ir a hacerle la limpieza, después del período veraniego, en una hornacina próxima al sofá que había junto al rincón donde estaba la lámpara de pie. Un sitio perfecto para leer y escribir con una ventana al poniente, por donde se veía el mar y el sol trasponer. Esmerado en arreglarla hasta el último detalle, consiguió sacarle beneficio. Así que la alquiló a varias familias que entre ellas se conocían y que se fueron pasando la llave cuando se les acababan las vacaciones. Fue una de las hijas de la última familia la que se dejó olvidado el diario. O tal vez lo dejó para continuar al año siguiente con la inacabada historia y así darle el final feliz que ella deseaba.
Al muchacho le había interesado aquel manuscrito que le dio su tío, con la condición de que lo conservara bien y no lo perdiera, porque se lo podrían reclamar. Y siguió leyendo:

“Todos los niños corrían separados a cierta distancia volando su cometa. Habían aprendido a hacerlo de una manera correcta. Pero aquel muchacho alto lo hacía como si sus manos hablarán a su cometa azul con el punto rojo: ¡subía, cruzaba el cielo, se alejaba, para observar tierras distantes y mágicas.  Era diestro en su manejo, mejor que nadie y por eso era aclamado. A él le gustaba y se dejaba mecer. Había chicas que merodeaban viéndolos jugar y mover de arriba abajo sus cometas de colores. Era un bonito espectáculo. Para descansar y celebrar el acto todos los chicos pedían unas gaseosas en el quiosco. Después se marchaban. Él miraba hacia las rocas y me buscaba, sabía que estaba tomando el sol a la vez que espiaba mis movimientos. Levanté mi mano en señal de despedida. Él dijo adiós y otras palabras como:“nos veremos mañana al atardecer”. Le noté que tenía un acento muy distinto al nuestro. Me hizo al final el gesto del námaste, en señal de despedida, como hacen los hindúes en esas películas de la selva donde muestran a los elefantes muy adornados.
Transcurrió casi todo el día siguiente y no vino a la playa aquel muchacho que me había citado. Antes de que anocheciera me fui a la casa. A otro día hice lo mismo. Los demás niños jugaban en la playa, como siempre volando sus cometas y parecían no echar de menos al chico moreno de los días anteriores.
Dos personas mayores pasaron delante de mí con gesto grave, tristes y apesadumbrados. Hablaban de los atentados con dos aviones a los dos grandes edificios.
Día tras día, larga fue mi espera hasta que volvimos a nuestra casa, tras el último día vacacional. Quizá al año siguiente vuelva a ver al joven”. 

Estas eran las últimas palabras que el muchacho leía embelesado en el diario de aquella chica enamorada.  Él también deseaba tener a una admiradora como aquella, tan pendiente de él y tan guapa; contar con alguien que le esperase cada tarde, y tener un rato de conversación amistosa y espontánea, para explicarle después muchas de las cosas que él había aprendido.
Cerró el libro con pausa y señaló la última página escrita con un trozo de papel. Inesperadamente espoleó a su jaca y se perdió en la montaña como el viento.
                                                                                                        

EL TIEMPO LANGUIDECE


         El TIEMPO   LANGUIDECE                                           Cristóbal Encinas Sánchez
Que el tiempo languidezca  
                
con la mezquindad con que se obra;                                                  
que del todo, nada hay que dar por concluido,   ni decirlo todo, a veces          
Así somos,                                                           
                                                                                                                                    no conformes  manifiestos;                                                                         
y siempre te he de saludar yo                                                            
en el preciso momento de cruzarnos.                                            
¿No ves mi mirada resuelta a no mirarte,                                  
que caza el impacto de tu aspecto? 
Tienes la presencia inquieta                                                         
y el circular de los ojos fuera de su espacio;                               
negada la expresión del rostro                                               
en el ignorado transcurrir del día.                                       
Está como cansada tu cabeza                                                            
y el respirar entrecortado te delata.                                            
¿No será quizá por miedo a dar respuesta                                                             
a tus vaivenes obcecados                                                     
que te tienen anclada al deseo y a la palabra?                                                                                           
Que sea de otro el tiempo aletargado,                                          
que el mío yo lo ofrezco en canto vivo                                          
que nace de claros horizontes                                                
y surge al próximo suspiro:                                                   
el de crecer a la vida prontamente,                                              
y aferrarme al abrazo con el mundo 
que necesita ser así aprehendido.

jueves, 12 de junio de 2014

YO, EL GATO

          YO, EL GATO (TIEMPOS DE CRISIS)                                             Cristóbal Encinas Sánchez  
      

       Soy un gato romano adulto, de ojos azules y pelaje blanco. Me crie en el huerto de mi amo y ahí conocí a muchos animales: escarabajos, caracoles, abejorros y pájaros. Juego con ellos de una forma divertida y después, si tengo hambre, me los como.                                                                Subo por los muros hasta los tejados, y trepo por los troncos a los árboles y desde estas atalayas domino el panorama. Mi ama solo me exige que tenga limpia la casa y sus alrededores de ratones, y cumplido esto se me permite hacer lo que se me antoje. Soy un ser libre.                                                                
Acabo de tener una camada con mi pareja, una minina de tres colores  muy lugareña. Su instinto maternal lo tiene exacerbado y cambia a mis hijos de aposento cuando sospecha que alguien la sigue. Cuando mi amo viene a traerme la comida, cabezas de pescado o huesos, le guardo la mejor parte para ella, pues siempre está enclaustrada con sus hijos. Así, cuando viene a mí, se me pone muy tierna y agradable.   
Al levantarme, escudriño con meticulosidad el  follaje y los alrededores para verificar que no haya ningún problema que le afecte a mi familia. Si hay alguna gresca, paso desapercibido hasta que todo está pacífico. Después hago mi paseo rutinario por los recovecos del  gallinero por si hay algún polluelo muerto.                                                                                            La verdad es que tengo muchas virtudes, entre ellas el ser discreto. Ello me reporta ventajas, pero ahora ese detalle se difumina porque mi amo me ha puesto en internet. Por otro lado, me viene muy bien, pues hay gatitas en celo que querrán conocerme personalmente, oigo sus insistentes maullidos que provienen de los huertos     colindantes.                                                                                                Este verano viajaré al país vecino, porque mi amo quiere que me empareje con gatas de diversas razas. Piensa que así mejorará la especie. Yo, la verdad, me siento insuperable. Pero todo sea por ayudar a mi amo en estos tiempos de crisis.
NOTA: Mi amo cree que me tiene aborregado y me agasaja. No sabe el ingenuo que no me hace falta nadie, pero es mejor dejarle creer en sus propias vanidades. Ese es mi carácter.

martes, 3 de junio de 2014

FARMACIA EN ARBUNIEL

                                                                                                                                                Cristóbal  Encinas Sánchez

        Por fin hemos tenido la suerte de que don Antonio Pérez Mena se haya preocupado durante varios años y poder establecer una farmacia en nuestro pueblo. El trabajo que ha realizado ha sido arduo.
Con el deseo de que tenga buena suerte en esta empresa, desde ayer día 2 de junio se marca un nuevo hito en nuestra historia, una nueva andadura y nosotros tenemos una de las cosas más necesarias y deseadas :  la FARMACIA                                                                       Han sido más de cuarenta los años transcurridos desde que nuestro médico de entonces, don Narciso García Sicilia, empezara con la administración de un pequeño botiquín y con unas docenas de medicamentos. 
Doy las gracias a esta persona tan generosa que tantas cosas buenas traerá a los habitantes de nuestro  pueblo.