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martes, 29 de junio de 2021

LA VENGANZA DE GARBANCITO


Cristóbal Encinas Sánchez

       Después de pasar aquel mal trago, tras cometer el error fatal de tumbarse tranquilamente a echar la siesta debajo de la apetitosa col, no le quedó en mente otro pensamiento que el de darle un cambio a su forma de actuar. Arrepentido, le haría caso a sus padres en todo lo que le ordenaran y hasta adoraría las palabras más duras que le dijeran. 

–¡Qué alegría de veros, papá, mamá! Gracias por dejarlo todo y acudir en mi búsqueda, ya me asfixiaba en la barriga del buey. Os quiero tanto que os haré caso en todo. Os lo prometo, por siempre, siempre.

–¡Hijo!, debiste de hacerme caso a la primera –le replicó su madre–. Te dije que tuvieras mucho cuidado, porque eres pequeño de estatura y no te ven. Ha sido una suerte que tu vocecita retumbara en la barriga del buey y así pudiéramos oírte y rescatarte sano.

–Espero que seas siempre respetuoso y obediente, y nunca cuestiones nuestros consejos –le respondió, muy cortante, su padre–, que somos los que más te queremos en este mundo.

       Cuando llegaron a la puerta de su casa, Garbancito se puso alegremente a jugar a la rayuela. Pasado un rato, y haciendo caso omiso a lo que prometió a sus padres, se alejó muy veloz hacia el prado. En el camino se entretuvo en cortar una buena vara de avellano y se fue con dirección al buey para ajustarle las cuentas por habérselo tragado.

lunes, 21 de junio de 2021

REVOLOTEAS FELIZ

 

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

        Revoloteas, joven pollo, cuando ves llegar cada día al que te da la comida. Es el encargado de llenar el silo desde donde va repartiendo el pienso y el que vigilará que el agua no te falte. Cuando tengas tres meses de vida y peses alrededor de dos kilos en canal, no sabes, pobre, que está próxima tu hora.

             En el puesto del mercado, sin ningún tipo de pudor, expondrán tu carne abierta y destrozada, exangüe, y tu cabeza cortada estará amontonada con otras. Será escudriñada por muchos ojos y, cuando les toque el turno de comprar, le dirán al carnicero: “Póngame ese, trocéelo a cuartos”,  “deshuésele la pechuga" o "no quiero las patas”. Ahí se verá la desvergüenza de los clientes, cómo desprecian tu cuerpo, tus dedos, los que fueron soporte e hicieron desplazarte por la granja cuando empezabas a vivir.

              La de cosas que se harán con tus exquisitos muslos: una abundante sopa que alimentará a los hijos pequeños de un hogar y les dará el vigor que necesitan. Una buena ración de albóndigas , o en salsa de la abuela (otro día detallaré cómo se hace), que les calmará el apetito canino, pues el ajetreo en el colegio y en el parque habrán sido formidables. Y después no quedará un momento para tus recuerdos, de cuando eras un pollo muy joven y pensabas estar siempre con los suyos en el campo, preparados para procrear y ejercer la libertad en pleno.

               El granjero, el que tanto cuidaba de vosotros procurando un ambiente saludable y tranquilo, que os administraba medicamentos para combatir las enfermedades rutinarias, ese un día te asesinará con un sesgo definitivo de guadaña, cortando tu esbelto cuello, o dará la orden a otro ejecutor más especializado.

               Quiero decirte que todos asumimos tu destino, sabiendo que tus células formarán parte de nuestros propios músculos, sangre, huesos y cerebro. Y esto tal vez te conforte, y el saber que ya no sufrirás más.

                Lo más penoso queda para nosotros, que vemos tantos sufrimientos en el mundo cada día, y no nos hacen caso cuando pedimos a otros asesinos que cesen las matanzas. Pero debemos de insistir y no cansarnos, solo así lo conseguiremos, con la seguridad de que la Humanidad puede vivir mejor, en base a nuestros buenos deseos y a lo que hayamos aprendido –si queremos recordarlo– en el transcurso de nuestra vida.

             

lunes, 14 de junio de 2021

ESPERA INÚTIL

 

Cristóbal Encinas Sánchez

         Se abre inesperadamente la puerta del ascensor que he llamado. Son las seis de la tarde. Toco el timbre de la puerta, aunque está abierta. La enfermera me dice que pase. La sala de espera es acogedora y fresca en estos días del verano. La habitación contigua es la de la consulta del médico. Me siento tranquilamente, y me pongo a contemplar los cuadros de las paredes. Hay muchos y estoy ansioso por contemplarlos. Algunos son fotos de representaciones escénicas, y mirándolos me entretengo mientras llega mi turno. La enfermera ha puesto una música excelente y sugestiva de John Barry. Me fijo en la foto de un castillo imponente que me recuerda la película protagonizada por Sean Connery y Audrey Hepburn.

            Un paisaje marino al fondo, donde la playa, se extiende hasta el final de una tarde lánguida, y sugiere un idilio amoroso. Estoy solo. En otro cuadro, que se advierte un manto receptor de la oscuridad de la noche que se avecina entre una hilera de montañas equiláteras, perfectamente alineadas, me dan una sensación placentera. En otro paño se ve una escalera donde unos transeúntes suben o bajan, no se sabe; se produce un efecto óptico. Sobre una mesita ornamental hay una alabeada figura de cerámica con una mano en alto, parece pensativa, y me mira sosegadamente. Esto me induce a pensar que el diagnóstico sobre mi salud será favorable, ¿o no? También, de forma sesgada, parece que mira hacia el suelo, dándole a entender, al que salga de la consulta, que nadie sabe el tiempo que aguantará su enfermedad. ¿Tendrá remedio? ¿Se sorprenderán entonces los pacientes y la figura no querrá mirarlos a la cara? Por eso mira con la cabeza inclinada hacia el suelo, lejanamente. ¿Habrá un complot entre ella y el doctor? Pero eso es seguro: el doctor le aportará un remedio a sus males. Mientras tanto, no se oye ningún ruido, ni un susurro de un paciente quejoso; ni las palabras de consuelo del profesional que dictamina lo que debe hacer el enfermo para curarse. Por un momento me paro a pensar: ¿El doctor habrá llegado? Me escamo. La enfermera no me ha informado de si está o no. Yo estoy en que sí, en que está pasando la consulta. Llevo cuarenta minutos aguardando. Entro en dudas.

            Son las siete de la tarde y ningún paciente sale de la consulta. Me he dormido. La enfermera permanece callada, como si también ella estuviera a la espera, mirando el libro de citas y apuntando. No ha tenido la delicadeza de informarme. Nadie más ha llegado después de mí, solo una mujer para pedir hora. El doctor no acaba de llegar.

            Me ha dado tiempo de pensar muchas cosas. De prisa, cojo mi sombrero que lo sostenía la figura de cerámica, y me dirijo hacia la puerta. Digo adiós a la enfermera. Ya estaba harto de imaginarme cosas que luego no tendrán confirmación. Yo, por ahora me encuentro bien, sin enfermedades, ¿qué más quiero? No quiero ninguna revisión ni seguir calentándome la cabeza.

sábado, 5 de junio de 2021

UN CAMIÓN CARGADO DE LADRILLOS


Cristóbal Encinas Sánchez

         Era un día del mes de julio. Después de subir una buena cuesta, de pendiente pronunciada de tres kilómetros y muchas curvas, con la intención de que el viejo camión se refrescara -iba bien cargado de ladrillos de Bailén-, el conductor decidió apartarse en una cuneta. El sitio era el idóneo, donde comenzaban unas rectas con visibilidad total, pero ya estaba anocheciendo. Era sin duda el mejor tramo de la carretera nacional con una amplia cuneta. Las hierbas secas habían crecido tanto que disimulaban posibles trampas.

El conductor detuvo el vehículo, y echó hacia atrás para aparcarlo bien, fuera del asfalto. Cuando menos se lo esperaba, notó que el camión derrapó y se inclinó. Su rueda trasera derecha se hundió y él no pudo maniobrar para impedirlo. Impresionado por tan inesperado comportamiento, salió de la cabina con dificultad y fue a comprobar dónde se había metido. ¡Sorpresa!, una atajea, en el lugar más imprevisible y espacioso de la carretera, había aparecido de pronto. El cansancio se había hecho notar y él se había confiado en exceso a la primera de cambio. Las ruedas se introdujeron enteramente en el foso. Las hierbas, muy crecidas, eran las culpables, habían camuflado el peligro. Estuvo un rato pretendiendo sacar  de allí su camión, pero no había forma, había que descargarlo primero -llegó a la conclusión-.  A la hora que era, prefirió dejar el camión allí. Tras señalizarlo, debidamente, se fue andando hasta el pueblo, que estaba a unos cuatro kilómetros.

Al día siguiente volvió al lugar con refuerzos nuevos. Estos se pusieron manos a la obra y lo descargaron rápidamente. Ya liberado del excesivo peso, el conductor arrancó el motor y pudo salir del pozo con escaso margen. Y otra vez más procedieron a cargar los ladrillos.

Por aquellas rectas, alegremente, descansaba el conductor y el camión resollaba, celebrando, después de todo, que no tuviera ninguna avería. Estaba de suerte y el día era prometedor. 

Los muchachos, sentados encima de los ladrillos, cantaban triunfantes cortando el viento.