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martes, 24 de marzo de 2015

LA ARRANCA DEL GARBANZO

Cristóbal Encinas Sánchez

                                Esta foto es de mi amigo Juan Quesada Espinosa
            Hay un cortijo, adonde iremos este domingo, que está a la izquierda, subiendo por la carretera de la montaña, en una amplia explanada rodeada de álamos negros. Se ve, por su construcción rústica, que antes era una cortijada destinada a las labores del campo, que estaba atendida por varias familias.                                                                                             Ahora recuerdo que en época estival, cuando éramos jóvenes, estuvimos allí tres días arrancando garbanzos: mi hermano, nuestro amigo Nicolás y otros doce del pueblo.
Cuando llegábamos al garbanzal, era todavía de noche, pues nos recogía un camión a las cuatro de la madrugada y tardaba un cuarto de hora en llegar. Como no podíamos engancharnos a oscuras, y la noche era ventosa, cogimos cada uno varios haces de trigo de la finca colindante y nos resguardamos con ellos de las inclemencias. Mientras llegaba la hora, cada uno se dedicaba a pensar en sus cosas, a comentar cómo se pasaba de bien el verano o a contar las estrellas. Pero uno de los propietarios del cortijo, que estaba asomado a la ventana viendo el trasiego, vino a decirnos que, con nuestra actitud, le desgranaríamos muchas espigas en el suelo. Así que nos pidió que dejáramos los haces en su lugar, bien puestos y con la disposición preestablecida. No nos cupo otra solución que buscar cobijo en unos majanos dispersos.
Comenzábamos la arranca con el primer albor. Al echarle mano a las matas de garbanzos, a veces, había un cardos entre ellas. Al tirar, te dejaba las manos claveteadas de espinas. ¡Comenzábamos bien! Después amanecía y seguíamos con el duro trabajo hasta las nueve de la mañana, hora en la que desayunábamos en recio bajo una encina plantada, posiblemente, para guarecerse y descansar. En toda aquella ladera no había otro espacio más confortable y buscado que el de su sombra. Y por eso colgábamos allí el hato y dejábamos los cántaros de agua, para que estuviera fresquita.
A la una de la tarde ya habíamos echado el jornal. Recogíamos lo poco que habíamos llevado, la talega, y nos íbamos andando al pueblo. Unos ocho kilómetros  atrochando por pendientes abajo de colinas y barrancos, cuando el sol estaba en el zenit; pero el calor no nos importaba, pues tardaríamos poco más de media hora para llegar a nuestra casa y podríamos descansar en una buena cama espaciosa con sábanas blancas y limpias. Mi hermano y yo posponíamos el almuerzo, pues estábamos más cansados que hambrientos y preferíamos echar una buena siesta.                                                                                                                                   Casi anocheciendo, se adelantaba la hora de la cena. Cuando nos apretaba el apetito, que se despertaba con nosotros, nos poníamos a comer lo que mi madre nos preparaba: una buena ensalada con abundantes tomates, pepinos y cebollas. Una buena fritada con aceite de oliva virgen extra de pimientos del piquillo, con huevos, chorizos, morcillas y tocino veteado. Quedábamos así plenos, satisfechos, tras el esfuerzo realizado por la mañana.   Por la noche salíamos un rato a dar una vuelta con los amigos, a tomar unas cervezas y tocar la guitarra. Volvíamos pronto a casa pues las horas pasaban pronto y el camión nos esperaba a la hora prevista para "salir de funga", cosa que agradecíamos porque nos abreviaba, por lo menos, la cuesta arriba. 

EL APAREJO, A LA BARRIGA

         
CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

                             Foto sacada de internet
       Tengo en mi memoria la imagen de cómo un hombre del campo era capaz de cargar dos sacos llenos de aceituna, sin serón y sin ayuda de nadie, sobre una bestia. Primero echaba una soga doble sobre el aparejo. De un empellón elevaba uno de los sacos, horizontalmente, posándolo sobre la parte más alta de la albarda. Después lo rodeaba con la soga y la pisaba para sujetarlo. Acto seguido se disponía a cargar el segundo saco de la misma manera. Una vez enlazados, empujaba hacia arriba para que el primero encontrara su posición, quedando los dos bien alineados. Le podía echar un tercer saco, teniendo consideración con el semoviente según sus fuerzas y la distancia a recorrer hasta el almacén o molino. Por último, reataba los sacos con el animal, haciendo un compacto paquete.
Nota: La cincha es un elemento de sujeción del aparejo al cuerpo del animal y debe de estar bien prieta, porque de no ser así, durante el transporte la carga se desequilibra, se afloja y puede volcarse, girando todo alrededor del cuerpo. Entonces "el aparejo se le viene a la barriga", con el consiguiente peligro de accidente.                                                                                                                   

jueves, 19 de marzo de 2015

UNA LECCIÓN SIN INSTRUCCIÓN

Cristóbal Encinas Sánchez


        Con tanto frío en el aquel llano inhóspito y recién llegado del campamento, se sentía desarraigado, infeliz. Comenzaba el período de instrucción en el cuartel y un cabo se había fijado en él, en particular. El soldado era de mediana estatura pero fornido, y  ¿por qué no decirlo?, aquello era algo a lo que no estaba acostumbrado.
Empezaban por la mañana a dar la instrucción y a desfilar en el patio. Todos los días, varias veces se le acercaba el cabo por la espalda y le echaba la zancadilla. Trataba de que cogiera el paso y siempre le preguntaba que si es que no entendía sus palabras, y si las comprendía y no las cumplía es que era tonto.                                                                                                

Un día le dio un empujón y estuvo a punto de caer, teniendo dificultad para mantener el equilibrio. El "bulto" -como solía llamar al soldado- no le echó mucha cuenta, a pesar de estar contrariado. Lo tenía enfilado -decía claramente- porque no sabía expresarse bien. Se le había metido entre ceja y ceja y no dejaría escapar una ocasión para mostrarse arrogante ante aquel pueblerino novato.
Una tarde de sábado, el cabo fue a la compañía y se cruzó con él en las escaleras; estaban solos. Se hicieron el saludo reglamentario y, tras lanzarse una sonrisa de cortesía, el soldado se le revolvió y lo agarró por el cuello asomándolo por el hueco del tercer piso y, con signo inequívoco, le prometió:      

–¡Si sigues metiéndote conmigo, esto es lo que te va a pasar! – lo asomó al vacío, sacándole más de medio cuerpo –: te voy a dejar caer, ¡so hijo de puta!, y te vas a estrellar contra el suelo si sigues echándome la zancadilla, ¿me has entendido?  
El cabo, al sentirse suspendido en el aire, sin control sobre su cuerpo, vio que iba en serio. Oyó por segunda vez la iracunda voz del "bulto" con los ojos salidos de las órbitas:
–Te voy a dejar caer, ¡que eres tú muy chulo! ¿Vas a seguir haciéndome la vida imposible?
Le envió otra mirada con vehemencia, sin darle la oportunidad de agarrarse al pasamanos de la baranda. Estaba convencido de su veracidad: si lo soltaba, nadie sabría en aquella tarde de otoño qué habría podido pasarle. Aquel soldado tenía preparado minuciosamente el asalto y habiendo solicitado un pase de pernocta para salir a la ciudad, nadie le implicarían en nada, pues él mismo lo había cursado.
–¡No! No te complicaré más la vida –le contestó el cabo aquejado, con la voz rota y el rostro amoratado.

Lo dejó pisar el suelo de golpe y suavemente le quitó las manos de encima. Muy amablemente y con una sonrisa comprensible, le dio sobradas razones para pensar que había tenido suerte, al menos por esta vez.                                                                                    A partir de entonces no se le vio más en actitud de acoso hacia el soldado sino que, más bien, comenzaron a ser amigos. 

viernes, 13 de marzo de 2015

DONDE LOS TARAYES

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

   

    

             Hay unos lugares escogidos, dentro del cauce del río de agua salada, que están secos, donde abundan las rocas multicolores. Siempre lleva poca agua, salvo en las épocas de tormentas veraniegas.                                          Es un sitio idílico, ¿recuerdas? Allí, en aquel reducto, rodeados de tarayes, nos hacíamos invisibles. Tú permanecías al sol tumbada sobre las piedras de asperón rojo, hasta que casi te tostabas como un grano de café. ¡Qué días tan lozanos, luminosos y felices! Allí te tuve en mis brazos, mi amada, hasta que por la tarde, casi anocheciendo, salió la luna acompañada por el planeta Venus, resplanceciente.                                                                                               
 ¡Y entonces fuiste mi ilusión y mi deseo!                                                                                                                                        

lunes, 9 de marzo de 2015

TIEMPO DE AMOR

Cristóbal Encinas Sánchez


En este tiempo de amor
en que te tengo en mis brazos,
siento el calor de tus labios
y de tu boca el sabor;
el sabor de un gran mensaje
que siento con emoción:
se me sale el corazón
solo de pensar en él.
Acuérdate sin rencor
de aquel día en que te besé
por primera vez,
con pasión y con ardor,
sin mentiras ni porqués.
Con entusiasmo y vigor
voy y te declaro mi amor
sincero y de buena fe.
Por eso en estos momentos
cuando te vas de mi lado
me quedo solo, pensando:
 “Siempre te tendré presente;
si no estás conmigo, en mi mente;

si estás conmigo, en mis brazos".

miércoles, 4 de marzo de 2015

¿POR QUÉ?

Cristóbal Encinas Sánchez


¿Por qué pensamos amar y amamos mal?
¿Por qué queremos soñar si sabemos que es mentira?
¿Por qué hablamos si a veces no queremos?
¿Por qué, en esas ocasiones, no miramos lo que nos cuesta mirar?
¿Por qué cuando nos sentimos acosados, si hay lucha,
no nos sentimos cansados?
¿Por qué cuando nos sentimos halagados,
si nos hacen una ofensa, perdonamos?
¿Por qué si para nosotros debería durar unos años esta vida,
si luego dura más, el tiempo que nos sobra lo tiramos?
¿Por qué si los vientos rodando llevan
cualquier partícula que se encuentra sin raíz,
no me lleva a mí?,
que ruedo como ella,                                                                                                                                 sin vivir.

martes, 3 de marzo de 2015

EL AGRAVIO

Cristóbal Encinas Sánchez



       Dejó caer de su mano izquierda el anillo rosa a un charco turbio de la calle. Los transeúntes lo fueron pisando y nadie lo recogió. Ella permaneció durante algunos minutos a varios metros de distancia, observándolo. Le recordaba ingratitud, engaño y olvido. Ya no le hacía falta ningún anillo porque su novio había roto su compromiso.                             
 Una pareja de monjitas pasaba en aquel momento por allí y se percataron de su actitud y de su mirada aturdida y ausente. Antes de dirigirse a la desafortunada, comentaron entre ellas que la muchacha podía sentirse agraviada y necesitara comprensión para afrontar su problema. Por ello, haciéndose las encontradizas, preguntáronle, dulcemente, si se encontraba bien para prestarle su ayuda. La veían perdida e indecisa, una fácil presa para un desaprensivo.
—¿Sabes lo que vas a hacer hija? –le preguntó la mayor de ellas.
—No, madre –y después continuó-, no sé si meterme a monja o a puta -le salió espontáneamente.
—No digas eso hija mía que ofenderás a Dios sin querer. Con esa juventud que derrochas, esos colores que te afloran a la cara de buena persona y con lo guapa que eres, tú puedes conquistar el mundo porque tienes toda la vida por delante.
—Nosotras te ayudaremos, sin esperar nada a cambio –le secundó la otra.
Las dos religiosas, a la vez, le ofrecieron las manos con el ánimo de ampararla y ella las aceptó, con la seguridad de que eran sinceras. Y una sonrisa cargada de complacencia y de gratitud se adueñó de ella.

Camino del convento se las vio a las tres. Cuando llegara el día en que ella se tranquilizara y tuviera las ideas claras, tomaría la decisión acertada para proseguir su camino.

lunes, 2 de marzo de 2015

UN AMOR TEMPRANO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

      "En mayo se cumplirán ocho años desde que me hicieras la primera confesión de amor. Cuando te conocí ibas a la escuela de párvulos, siempre tan pizpireta y activa, tan embelesada en tus cosas que no reparabas en mí, pero yo te observaba. Eras la distracción de todos, pues con tus representaciones nos dejabas boquiabiertos.                                                                                                                   Fue en el día de nuestra Primera Comunión. Tú ibas con un vestido de seda blanco y una diadema de flores fucsias. Ibas realmente encantadora, tranquila, parsimoniosa. Recuerdo, desde mi ventana, al verte salir a la calle cuando te recogiste el faldón para no pisártelo, ¡qué soltura y donaire!, y tu madre cómo sonreía complaciente. Los ojos te destellaban y aquellos dos rizos, que te hicieron con tanta gracia, acompañaban grácilmente tus facciones. Tu boca sonriente mostraba jactanciosa dos filas de dientes bien alineados y radiantes.                                                                                                         Cuando tomaste el pan divino, de reojo me miraste y tuviste una caída de ojos  que hizo distraerme y no salir yo a recibirlo. Después me di cuenta de que al hincarme de rodillas para tomarlo, volviste a posar tus humedecidos ojos sobre los míos, largamente, como asintiendo a mi pretensión de amor. Intuí que estabas hablándome puramente de amor,  a mí que nunca me habías demostrado una pizca de interés. Desde ese momento comencé a pensar proponerte nuestro noviazgo".


Cuando entró el verano, a mi madre la trasladaron al norte y tuvimos que irnos con ella toda la familia. Eran los últimos días de clase y nos despedimos con un ligero adiós, como si fuéramos a volver a comienzos del siguiente curso. Pero no fue así. En mi nueva residencia hice amistad con chicas, pero mi amor seguía siendo ella. Desde entonces nos escribimos y nos queremos. Cualquier día de estos le pediré, formalmente, que si quiere ser mi novia, si ella aún no se ha decidido a pedírmelo.
                                         LA FOTO ES DE PEDRO OTAOLA.