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martes, 28 de enero de 2020

POR ORDEN DEL JUEZ


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

                Todo estaba preparado en el teatro para comenzar la función. En cinco minutos subirían el telón y la gente volvería a dar las palmas de costumbre. El cartero llegó apresurado y entregó el último despacho del día a la expendedora de las entradas. Era un telegrama. La chica lo abrió con cierta excitación, y su cara mostró un gran regocijo. En reconocimiento al servicio prestado, ella ofreció al cartero que, si quería ver la función, pasara rápido. Este hacía tiempo que deseaba hacerlo y, ahora que había terminado su trabajo, disfrutaría del espectáculo. El acomodador le buscó la única butaca libre en la última fila. La obra anunciada  era La Bella y la Bestia.
La banda sonora magnificaba sus notas y él estaba realmente emocionado escuchando cómo los violines y flautas acompañaban a la excepcional pareja de baile. Había caído muy bien en la butaca, tras estar todo el día andando y repartiendo el contenido de su valija. Las placenteras emociones fluían al compás de aquella música, contemplando los movimientos sincronizados de la excepcional pareja, recorriendo el salón de grandes arcos apuntados con columnas inclinadas y vistosas cristaleras. Se quedó satisfecho en un clima tan relajado y romántico que le sirvió de somnífero. Estableció un puente idílico entre las escenas de amor representadas y sus sueños de la adolescencia.
Terminó la función y la gente, tranquilamente, comenzó a salir del teatro. El encargado de cerrar el establecimiento, que permanecía expectante, detrás de la puerta central de la platea, le comentaba a la taquillera que quedaba un hombre en la última butaca, el cual se había quedado transpuesto.
No había ninguna prisa porque él se merecía el descanso. Había sido un día especial. Aquel hombre había traído la mejor noticia que podrían esperar: "El teatro no se cerrará durante esta temporada, por orden del juez".

miércoles, 22 de enero de 2020

SE PREGUNTÓ QUÉ HACÍA AQUELLA LLAVE DEBAJO DE LA MESA



Cristóbal Encinas Sánchez
         Eran las dos de la tarde de un domingo a primero de mes, a  la hora justa del almuerzo. Solía reunirse la familia en torno a una gran mesa ovalada. Se juntaban seis comensales aunque uno, el más pequeño, Antoñito, siempre estaba en su habitación liado con el ordenador metiendo programas nuevos. Su madre solía avisarle cuando la mesa estaba puesta, entonces lo dejaba todo y bajaba corriendo las escaleras. Las dos hermanas mayores estaban pendientes de que él se sentara el primero. Tenían algo especial con el joven Antoñito. Todos los hermanos se llevaban varios años, un tiempo prudencial para que se respetaran.
Cuando Antoñito acercó su silla para sentarse a la mesa, aquella quedó desequilibrada. Y procedió a moverla repetidas veces, rastreándola. Algo sólido yacía bajo una pata de la silla, incrustado. Se agachó para recogerlo y vio que era una llave antigua. Cuando se sentaron todos a la mesa, nadie sabía cómo había podido llegar hasta allí la llave, pero todos reconocían que era de la puerta de la azotea.
Durante los últimos dos días nadie refirió que subiera a la terraza, salvo su madre, a tender las sábanas, después de llover intensamente. Lauro, el único hermano, apuntó:
            –A ver si alguien está realizando otros menesteres que no debemos de conocer y por las prisas se le ha caído–. Al decir esto, se aseguró de que la criada no estuviera en el comedor. Otros empezaron a concebir ideas. La madre contestó:
            –Hoy ha venido un carpintero a traer una caja con las bandejas para la estantería. Tardó cinco minutos en ponerlas junto a la puerta del balcón y se fue, ¿no es verdad, Eleuterio? –dijo la madre dirigiéndose a su marido, el cual asintió–, y yo no advertí que se le cayera nada.
La criada que trajo la olla para que empezaran a servirse, se atrevió a decir:
            –A mí tampoco se me cayó nada ayer; después de subir a la terraza, tras perseguir a una escolopendra que desapareció por una rendija, la dejé en el llavero –era muy expresiva y pormenorizaba, con todo lujo de detalles, el rastreo que le hizo al animal con afán de encontrarlo. Hizo hincapié en que esos bichos le causan pánico a la señora–. Al final tuve que desistir.
            Antoñito no se creía lo que con tanto detalle les contaba la muchacha. Tenía un fino olfato para detectar cuándo alguien mostraba un interés excesivo en algo. Como al resto de sus hermanos no les oyó resollar, él hizo lo mismo. Su madre – que solía reprocharse algunos fallos de memoria–, se limitó a decir que subió a tender en la mañana. Puso también las botas que trajo Lauro el día anterior y las dejó en el muro, y que tal vez al bajar dejara la llave encima de la mesa. Probablemente, al poner el mantel, se cayó sobre la alfombra.
            El hermano mayor corroboró que efectivamente vino de campar por el monte y le dio a su madre las botas. También podría haber ocurrido que, después de barrer la criada – que seguía en la cocina– el comedor por la tarde, no se diera cuenta; o simplemente que no barriera el suelo. Los indicios no apuntaban a nada claro o previsto.
            Hacía años que las terrazas de la casas contiguas estaban la misma altura, menos la suya. Estas casas las había construido un maestro albañil, al cual llamó su abuelo para hacer una reforma. Se trataba de subir la casa un piso más. Una vez realizadas las obras, todas las terrazas quedaron a un andar. Antoñito cayó en el detalle –siempre iba por delante–, ató cabos e intuyó que podía solucionar aquel misterio. ¿Qué pudo pasar con la llave? Pensó que La criada tenía el novio –la chica volvió a la cocina por la ensalada– que vivía dos números más arriba. Un muchacho joven, delgado y ágil podría acceder por la terraza cuando lo deseara.
            Después de ir terminado el segundo plato, todos tomaron una pieza de fruta. Cuando Antoñito se levantó de la mesa, alguien tocó el timbre de la puerta, y él fue, en un salto, para abrir. Creyó que era personal del Ayuntamiento para recoger una maleta olvidada que su padre encontró en su taxi y que había denunciado. Pero no fue así.
            –Soy yo, Carlos –usó el llamador de la puerta de madera–. Traigo unas botas que estaban en mitad de la calle.
            Los de la casa no creyeron lo que expresaba el que llamaba a la puerta. No era una buena excusa para venir a aquellas horas. Algo le diría su chica, pero no esperó lo suficiente; la comida se había alargado más de la cuenta. El novio no fue en momento oportuno a verla.
            Ahora, la interpretación de los hechos se orientaban en otra dirección. Antoñito volvió a repetir que era muy fácil desplazarse por las terrazas. Se vería con la chica en el último rellano de la escalera, con la seguridad de que ningún vecino se daría cuenta, en el momento idóneo, sin tener que esperar fuera. Pero no encontró la llave.
La madre recordó que el día anterior subió y puso las botas encima del muro de la terraza para que se orearan. La puerta estaba entornada. Después vio a Carlos en la terraza del vecino apretando unas bridas que sujetaban el cable de una antena a la pared. Él parecía estar muy concentrado y ella hizo lo propio. Cuando ella terminó de tenderlas, se dio la vuelta, y al aproximarse a la puerta miró hacia el rincón. Allí se encontró una llave como la que ella había utilizado. ¡Qué raro! –se dijo–, pero pensó que era la duplicada que se les había perdido la semana anterior. A continuación, se amagó para recogerla, haciendo un gesto como si se le cayera un trapo. Una vez recogida, la introdujo en la cerradura y echó el paletón dejándola puesta.
            Antoñito le dio las gracias a Carlos por llevarle las botas de su hermano, cerró la puerta y prosiguió hablando del tema con sus hermanas. La criada permaneció en la cocina fregando, y no se inmutó ni dijo nada al oír la voz de su prometido, mientras lo veía por la ventana alejarse.
            El lunes la chica le dijo a Eleuterio, cuando iba a incorporarse a la faena:
            ¿Me hará usted un favor? Dígale a su esposa que me ha salido un trabajo con otra señora que vive más cerca de mi casa, que acaba de casarse y solo tiene un hijo pequeño. Me pagará más que ustedes, un salario justo y la jornada es más corta. Y tendré un horario más normal y podré dedicarle más tiempo a mi novio.

viernes, 17 de enero de 2020

SOFÍA



Cristóbal Encinas Sánchez

Que fan de ti soy, ya lo sabes.
Pon solo tu nombre en tus labios.
Eres celestial, callada de ternura,
y sé que estás para comerte,
sin enmendarte, tal es tu encanto.
Y tú respira,
que no hace falta que cantes sin respiro;
mientras lo haces,
me hablas, que tus ojos todo lo dicen.
Yo te digo:
la primera vez que ves a un artista
lo sabes -se regocija mi oído-,
cuando sin darte cuenta rompes tu camisa.


lunes, 13 de enero de 2020

UN JORNAL MUY DISCUTIDO



Cristóbal Encinas Sánchez

            La veraniega noche se había echado encima. Después de una jornada dura, aquella le había sorprendido trabajando. Por la senda hacia el llano de trigo, iba caminando Sergio próximo a las filas de haces, poniéndolos bien. “Es una gran satisfacción rendir uno lo que le pagan”, pensaba. Estaba seguro de que al año siguiente lo llamarían para hacer el mismo trabajo.
Su perro, Relámpago, no le perdía de vista y le acompañaba sin quedarse nunca atrás. A veces se ponía junto a él, incluso cuando iba a beber agua, para que supiera que él también tenía sed.
Había recogido su hato con las cosas personales y se disponía a irse a casa, pues al día siguiente se acabaría la siega. Colgó su hoz por la empuñadura a su cinturón, a la altura de la rabadilla. Ya en la vereda, se le fue acercando el encargado de la finca que venía solo andando, para no hacer ruido, habiéndose dejado a su mula próximo a la era. El segador reparó en que alguien se aproximaba. Volvió la cabeza hacia atrás, cuando los dos se encontraron de frente, sin saber ninguno la intención del otro. La luz crepuscular desaparecía. Se aproximaron un poco más.
–¡Que sea la última vez que cazas a estas horas con el perro! –dijo el manigero.
–Yo no cazo ni de día ni de noche con el perro, porque no sabe el oficio, solo juega con todos los animales que se encuentra –dijo el jornalero con voz decidida y clara. Se sintió molesto porque aquella conversación no tenía por qué comenzar en aquel tono.
–Tu perro siempre va buscando por todos los majanos y olisqueando todos los cubiles de los conejos, que yo lo veo.
–Sí, él escucha todos los ruidos que hacen los animales, pero le puedo asegurar que nunca le ha hincado el diente a estos. Yo le doy bien de comer, y no me gusta que vaya por ahí atrapando lo que pille, animales muertos o pidiendo las sobras a mis compañeros en el almuerzo. Como no es depredador, no lo echa en falta.
–¡No me vengas con esas!, que espanta a todas las perdices que hay. Así que el perrito te lo dejas mañana en tu casa o lo atas en aquel chaparro, y cuanto acabe la jornada lo sacas a pasear, porque tú ya no tendrás que echar horas extras, los demás sí. ¿Me has entendido?
–No creerá usted lo que me está diciendo cuando sabe mejor que nadie que el perro se porta bien y que en todo el día no se retira de mí.
–Tú a mí no me corriges, ni me insinúes que puedo estar equivocado, o que estoy tonto y no me doy cuenta de las cosas. Hazme caso y no te arrepentirás. ¡Cállate y vete ya a descansar, que mañana te interesará cumplir bien!
La noche se había cerrado totalmente, y ellos  no se veían las caras. El segador le contestó al instante:
–Ahora mismo me voy, pero... de juerga, porque la feria empezó esta mañana y nos juntamos los amigos en el recinto.
–Si tú te vas de juerga, que yo no te vea porque si no lo vas a notar.
–¿Me vas a dejar sin dar el jornal? –le habló de tú a tú sin remilgos.
–O algo peor. Me vas a tener que pagar el dinero que pediste como adelanto, pues el amo me ordenó que te lo diera del mío propio, pero no me lo repuso.
–Tú no le has adelantado tu dinero a nadie nunca, porque eres avaricioso y la envidia te come.
Las cosas se estaban poniendo tensas y el manigero elevó la vara de olivo que tenía en su mano y la blandió en el aire. El segador permaneció en el sitio, sin moverse.
–Os he dejado muchas veces recoger las bellotas de las encinas dulces que lindan con el monte y las brevas de las higueras del barranco, buenísimas, cuando yo tenía cerdos que alimentar –dijo subiendo el tono de la voz, desaforadamente, dándole algunos de sus "perdigones" en la cara.
–¡A ver si te vamos a agradecer hasta el aire que respiramos!
Se cortó de golpe la conversación. Las estrellas daban una tenue señal luminosa. El jornalero, sigiloso, descolgó su hoz del cinto, la aprehendió con destreza y la elevó silenciosamente hasta que rodeó el cuello de la camisa del encargado, y sin que este lo advirtiese, le comentó:
–Te sugiero que no te exaltes tanto y que bajes el tono de tu delicada voz, porque mi mano empieza a temblar –en ese momento se levantó aire y la herramienta cantaba en un tono susceptible de ser oído captar– y corta el pescuezo de cualquier gallo en un verbo.
El avasallador sospechó algún ardid e intuyó, como en una ligera mordida, los dientes de la hoz en su camisa, pero no veía nada en absoluto.
–No te lo tomes así. Ahora te dijo que el amo tiene previsto despedir a alguno en el otro pedazo que nos queda y había pensado en ti, pero yo le he quitado las ideas.
–Tú dices eso sabiendo que a mí no me despedirá pues él sabe que soy el primero que está en el tajo cada día. Y no me arredro ante el trabajo con todo el calor que hace. Después me quedo a recoger las gavillas que otros han dejado aisladas, para que no tengas argumentos contra nadie. Y ahora estás acabando con mi paciencia.
Nuevamente otro golpe de un viento malagueño se había levantado. Los dientes de la hoja bien templada de la hoz habían atravesado la tela de la camisa por la tirilla del cuello del encargado mordiendo suavemente su piel. Vibraba muy cerca de su oreja, y en la mano de un segador diestro la hoja seguiría fiel el deseo de este. Sergio no esperó más para decirle en un tono más calmado:
–Cuando quiera, jefe, nos despedimos, pero que sepa que estoy dispuesto a no recibir más amenazas. Hasta estoy por concederle el gusto de no irme a la feria si se empeña – y ahí cambió el tono que había adquirido la conversación.
–No me lo tomes a mal, muchacho. Lo que te he querido decir es que si trasnochas, puede ser que no llegues el primero al tajo, o que no puedas rendir lo que te pagan. Y yo sé que tú tienes mucho orgullo.
–Sabe usted que sí, pero no me cabree, pues estoy harto de sus chuminadas.  Estoy dispuesto a ponerle freno.
El perro, fiel a su amo, les rondaba pusilánime y escurridizo, presintiendo un desenlace  sangriento. El miedo se adueño de él y se apartó.
–Perdona, Sergio –dijo el afrentado–. Es tarde y no podemos andar discutiendo. Acuérdate de invitar al tus compañeros en la feria. El amo tuvo la atención de decírmelo esta tarde cuando fui a por el agua. Os lo merecéis porque rendís en cantidad. Dile al camarero que os sirva dos rondas y cuanta comida deseéis, que la pagaré yo –dijo el muy pelotas.
Sergio fue separando la hoz con mucho cuidado del cuello de su encargado. Tenía la mano bien sentada y la bajó con aplomo hasta enganchar la hoz en su cinto. El otro se marchó por la mula. Se despidieron los contertulios, dando síntomas de que allí había mucha claridad en la exposición de pareceres.
Salió un poco después la luna y Relámpago se quedó mirando a una figura desgarbada y cheposa que se alejaba en el horizonte. Dio dos pequeños ladridos de alivio y se colocó de un salto delante de su querido amo, mostrándole el camino hacia su casa.

sábado, 11 de enero de 2020

SIN CUARTELILLO



Cristóbal Encinas Sánchez

                Cuando alguien le dijo: "Ten cuidado y no se te ocurra preguntar —aunque sea por una verdad que corre de boca en boca— ni des ningún nombre, porque no van a respetar los derechos de ninguno de los buscados", él no se lo podía creer, pero todo le indicaba que la cosa iba en serio.

No era capaz de sacarse de la cabeza aquellas palabras. Maduró la idea y aquella misma noche, escondido tras del postigo de la ventana, vio un tropel de personas entrar en la iglesia. A altas horas de la madrugada, un pequeño grupo salió por la puerta trasera de la casa del cura, después de oír dos gritos desgarradores. La desbandada fue generalizada, todos salieron de la casa atropelladamente. Allí se estaba cociendo algo que no le gustaba y no aguantó más.
Se preparó con ropa de abrigo, unas buenas botas y llenó su morral con alimentos frescos, se cogió al cinto una pequeña cantimplora. Saltó la tapia del huerto y se lanzó campo a través para alejarse rápidamente del pueblo. Después se cobijó en una cueva de los montes cercanos.
Los que iban con el estraperlo, bien de madrugada o al caer la tarde, se encontraban con regularidad a la guardia civil, que les preguntaba sobre los huidos y le Informaban de que, en caso de encontrarse con alguno que pidiera pan por caminos apartados y a cambio les ofreciera alguna pieza de caza de muy buenas maneras, deberían fijarse bien en su rostro, o se quedaran con alguna pista que los pudiera identificar, pues sería uno de los individuos buscados.
Pasó un mes y la guardia civil no pudo encontrarlo. Se corrió por el pueblo que le iban a preparar una emboscada. Y fue cierto. Cercaron una vasta extensión de terreno, que nadie podía imaginarse y la fueron reduciendo exhaustiva y minuciosamente.
Cuando llegaron a los montes, encontraron su huella, siguiendo la margen del río por donde él se metiera los últimos días en la espesura, en un sitio poco susceptible de esconderse, y redujeron el círculo. Habían acertado con el escondrijo.
Durante varios días estuvo sitiado. En tan reducido espacio, y sin comida, no le cupo otra posibilidad que la de entregarse.
Pero ya era tarde. Cuando le atraparon, ni escucharon sus razones principales ni le dieron cuartelillo.

viernes, 10 de enero de 2020

RECUERDO LAS HISTORIAS



Cristóbal Encinas Sánchez


Recuerdo las historias
que el tiempo va grabando a raudales,
y me las sitúa en noches de campos blancos
y en días cargados de parajes soleados.  
Las fechas se le guardan a uno en tropel
como en fiel retrato de daguerrotipo,
que tardaron en transcurrirse años,
preciosos momentos ya faltos de continuidad.
Pero yo no los olvido.
Tengo esos hechos en pliegos de papel aprisionados,
vencidos unos sobre otros.
Cada día que pasa los busco y los remsiro,
para ver si encuentro su secuencia, 
y salto de época en época, saboreándolos.
Son cuadros estacionados, aletargados,
ya sin ánimo y sin logro.
Son historias que aún recuerdo.


sábado, 4 de enero de 2020

ROSCOS DE SARTÉN


Cristóbal Encinas Sánchez

INGREDIENTES

-6 huevos frescos tamaño XL
-18 cucharadas soperas de aceite de oliva virgen ya tostado y frío
-18 cucharadas de azúcar (unos 100 gr)
-18 cucharadas de leche (hay quien la sustituye por zumo de naranja)
-2 ralladuras de limón (que cada uno pese unos 130 gr. y con piel gruesa)
-6 sobres (papelillos) de refrescos el Tigre
-1700 gr de harina, aproximadamente, o lo que admita.
-2 sobres de levadura
-50 gr de canela molida (se puede guardar la mitad para espolvorearla con el azúcar al final)

PREPARACIÓN
            En un barreño mediano, o lebrillo, se echan solo las claras de los huevos y se baten hasta montarlas. A continuación se echan las yemas y se vuelve a batir. Cuando ya se ha homogeneizado la mezcla, se le añaden los ingredientes, si bien de la canela se echa la mitad de lo que se ha estimado, y de azúcar igual si así se desea. La harina, dosificándola en pequeñas cantidades, será lo último que se eche y se irá removiendo la mezcla con una cuchara de palo, en principio. A medida que se va espesando la masa, se procederá a meter la harina con las manos. El punto de saturación de harina se estimará cuando apenas se pegue la masa a las manos. Siempre es mejor no hartar la mezcla de harina porque luego durarán menos tiempo los roscos tiernos.
Una vez homogeneizada la masa se dejará reposar entre, por lo menos, 15 y 30 minutos para que crezca.
En una sartén honda de unos 25 cm de diámetro se verterán unos 2 litros de aceite (SEGÚN SE VEA) y se pondrá a calentar, sin quemarlo (Se ha de tener en cuenta que la altura del aceite será de unos 5 cm para que los roscos no toquen el fondo de la sartén y no se vayan a quemar). Para saber el punto del aceite se hará una prueba con un trozo de pan.
Ya listo el aceite, se irán echando los roscos de masa que se han confeccionado, de la siguiente manera, para así llevar una idea más práctica en la tarea.

PRÁCTICA: Se hacen cilindros de masa con las manos, de una longitud aproximada de unos 10 cm (el ancho de la mano) y de unos 3 cm de diámetro, que tendrán un peso de unos 60 gr. Este cilindro de masa se extiende en la mesa con un vaso mediano, impregnado en una gotas de aceite para que no se pegue, e irá rodando y aplastando la masa hasta conseguir una tira de unos 20 cm de longitud, con un ancho de unos 6 o 7 cm y de unos 3 o 4 mm de espesor. Para darle la forma al rosco, se cogen los extremos de la tira y se pegan sobre los mismos dedos de la mano, solapándose unos 3 cm, formando un tubo. Por último, se pliega este haciendo un doblez hacia fuera, y sobre sí mismo. El diámetro del rosco así formado será de unos 6 a 8 cm.


En la sartén, sobre el aceite fuerte pero sin humear, para que no se quemen, se irán depositando en tandas de 5 o 6 unidades. A continuación, se les darán movimientos circulares con la cuchara de palo, durante unos segundos por el interior del rosco para que se vayan consolidando y queden más presentables.
La fritura durará de 4,30 a 5,30 minutos aproximadamente. Tras sacarlos se les espolvoreará el azúcar mezclado con el resto de la canela que sobró, al gusto. Cuando se hayan enfriado estarán listos para ser servidos.

NOTA 1
Con un palillo higiénico se pincharán los roscos antes de sacarlos del aceite, para comprobar si está bien cocida la masa y uniforme su textura.
CÁLCULO. La masa original que se obtuvo al mezclar los ingredientes pesará unos 3 kg. que con el aceite que los roscos absorbieron con la fritura, más el azúcar que después se le espolvoreará encima, conseguirá pesar algo más. Y así cada rosco pesará entre unos 65 o 70 gr y saldrán unas 50 o 55 unidades.

NOTA 2
El aceite, que sigue siendo válido todavía, se volverá a reutilizar en la siguiente vez.
En verano, después de unos días, los roscos se ponen duros más pronto, por lo que si no se van a comer en los días siguientes, se recomienda congelarlos y después se meterán en el microondas sobre un minuto o minuto y medio cuando se vayan a consumir.
Si faltase, o sobrase algo, ¿harán el favor de comunicármelo? Gracias