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viernes, 24 de febrero de 2017

UN ENCARGO VELOZ

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
En una noche de verano, en la que estábamos en la puerta de esta casa –en la foto de más abajo se muestra ahora derruida–, todos muy contentos, preparados para tomar unos refrescos con sus aperitivos, se le ocurre a mi tío Juan enviarme al pueblo a comprar una cajetilla de tabaco, que se le había terminado. Tanto miedo me daba pasar por el cortijo de Loles (ubicado junto a una senda ahora transformada en la calle Clara Campoamor) que estuve a punto de decirle que no. Pero yo era un niño valiente y no le demostré esta debilidad mía.  
A cincuenta metros antes de llegar a aquel lugar tan siniestro emprendí una carrera a la máxima velocidad. Tras rebasarlo, ya por las escuelas, miraba hacia atrás como intentando ver a alguien oculto del que me había zafado sin dificultad. Felizmente llegué al único bar del paseo y compré un paquete de la marca Bisonte. Lo malo era que a la vuelta me pudieran atrapar. 
Hice otra vez lo mismo. Salí disparado, corriendo, y cuando me estaba aproximando a él aceleré y no paré hasta que llegué a la fábrica de la luz. Después, muy tranquilo, mitigando mi respiración entrecortada, me acerqué por donde todos estaban sentados a la mesa disfrutando de las exquisiteces que habían preparado unos tíos de mi abuela. Cerca del río y de una pequeña fuente, estaban tan fresquitos dispuestos a pasar una estupenda noche estrellada.  
Mi tío, viéndome llegar, me dijo: "¡Qué poco has tardado!". Y entonces me gratificó con una peseta, por lo bien que le había hecho el mandado. Yo la acepté y le sonreí dándole a entender, levantando la vista y moviendo la cabeza parsimoniosamente, que podría haberlo hecho más ligero aún (pero claro, dependiendo de si alguien se escondía en aquel cortijo para asustarme y no me cortaba el paso). 
                 FOTO DEL ÁLBUM DE MI AMIGO JUAN QUESADA ESPINOSA

martes, 21 de febrero de 2017

PERIQUILLA, LA INTOCABLE

            
Cristóbal Encinas Sánchez

La hija del Espantagustos, como le llamaban, era una chiquilla alegre y revoltosa. Tenía catorce años y todas las tardes se reunía con un mozalbete poco mayor que ella. Se contaban, paseando por los jardines, sus pequeñas cosas. Él tenía una figura agarabatada pero su carácter abierto y amable obviaba este defecto. Era un ganapancillo que gustaba de andorrear por las calles sin rumbo fijo después de realizar sus encargos. Así fue como conoció a Periquilla, con quien intercambiaba taz a taz sus regalos y chucherías, así como sus irreflexivos dichos, cosa que no menoscababa su frescura y disposición para el trato afable.                                                                                                                   
Todos los días caminaban por los alrededores de la iglesia y gustaban de subir al coro cuando no había nadie, para estar a solas. El viejo piano, desguazado, mostraba su arpa cromática, bajo el hueco de la escalera, con sus desafinadas cuerdas, y ellos aprovechaban para darle unos cuantos rasgueados briosos. Se divertían así, y saliendo en tropel metían un gran estrépito, soliviantando a alguna mujer que entrara santiguándose, aunque más bien sería a los ratones que andaban por allí. A estos les echarían las culpas, más de una vez, al oír las displicente notas. Después se alejaban perdiéndose en el monte cogidos de la mano y buscando orquídeas. Hasta que llegaba la hora de recogerse y ponerse a hacer sus pocas labores de casa y de la  escuela.
En su barrio, de pequeña, la tenían por un marimacho, despepitada y burlona, que iba dando patadas a los montones de tierra, recogidos por las mujeres que barrían las puertas de sus casas, y a los cubos de agua para regarlas, consiguiendo así atrasar las faenas y que la gente se precaviera.
                                                                                                               
Periquilla, a veces, tenía que ir a dar una razón a algún cortijo. Para ello enjaezaba su caballo negro. Se ponía las ropas y botas de su hermano, que le daban un aspecto de mayor, de dejadez pero de seguridad. En la  puerta de la cuadra lo enjorquetaba dando un salto felino. A continuación sacaba de la albardilla una estilizada faca enfundada que la sujetaba a una liga por encima de la rodilla. Así no tenía miedo y no retrocedía ante cualquier fatalidad. 
Cierto día caminando, al final de una calle que lleva hasta el pinar, se topó con tres jóvenes de su misma edad. Con melindres le hablaron, a la vez que se aproximaban. Uno de ellos, viendo que tenía prisa, le ofreció su bici para abreviar el camino e hizo el ademán de subirla en el cuadro para reírse de ella. Otro se aproximó y la cogió por el cuello, pero se zafó con rapidez. Al ver el panorama, la muchacha metió la mano en su mochila y sacó un minino de tres meses y lo lanzó a la cabeza del acosador. El animal se agarró con presteza al cuero cabelludo y a la garganta, hincándole las uñas. El dolor era irresistible y el chaval graznaba como un ganso cabreado. Al de la bici le echó un bote entero de gusanos de cañaheja, con hormigas alúas y saltamontes que llevaba para ponerlos como cebo en las perchas. Al verse invadido por tantos bichos, el muchacho se espantó y enloqueciendo salió disparado dándose de manotazos.  El tercero se parapetó. Con más vista y tiempo, se le acercó por la espalda, y agarrándola del brazo la trajo para sí. Sin perder un segundo, ella le propinó un taconazo en la entrepierna que no tuvo más remedido que dejarse caer al suelo. Dándose unos pequeño paseos por encima él, le distribuyó todo el dolor por la parrilla intercostal.                
Tras el intento fallido de aquellos sinvergüenzas y con el camino libre, la humillada chica cogió la bicicleta y se apresuró en dirección al cuartel de la Guardia Civil para relatarles los hechos.  Les mostró los enrojecimientos que todavía le marcaban el cuello. Después de oír su explicación, la felicitaron por su buena suerte y por su atrevimiento a delatar a sus agresores. No le hicieron más preguntas. El cabo y dos soldados fueron en busca de los culpables.
Esa tarde, el amigo de Periquilla fue informado de los acontecimientos. Ahora pensaría en ajustarles, particularmente, las cuentas a cada uno de los confabulados en el caso de que se fueran de rositas por alguna extraña razón.

A partir de entonces, quedó un refranillo muy socorrido por los niños que decía así: “No molestes a Periquilla, que más pronto que tarde te alisará las costillas”.

viernes, 17 de febrero de 2017

EL SERPIENTES


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

EL “Serpientes” era un niño que tenía once años. Su divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio. Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su manga. Sus ojos tenían un  brillo especial que conjugaba con el fruncimiento del ceño, insinuando a sus interlocutores que tenía un valor natural para todo lo que se proponía.
Siempre estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno, le requirió este para cortar unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que la pala dio contra uno de los alambre y rebotó. El padre corrió para quitársela de las manos. La cortante cadena se paró radical, pero ya era tarde. De la frente del niño brotó un manantial de sangre al que rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño reconoció su imprudencia y le dijo que no se preocupara pues apenas si le dolía. El padre, sofocado, echó mano al teléfono móvil y marcó el 061. Una muchacha le contestó:

 —¡Siéntelo, apriétele fuerte sobre la herida y cúbralo con una manta!

Nueve minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño, sentado, estaba como abstraído, y se hizo el disimulado tratando de coger a un gato romano que merodeaba por allí. En quince minutos, a velocidad extrema, llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso. Un médico moreno y alto, con acento, dijo:
–La herida no es grave, el hueso está intacto. ¡Qué suerte! –Los padres  experimentaron un gran alivio. —Es una pequeña arteria que está semi seccionada pero la coseré bien, sin causarte dolor. Ahora tienen que hacerte una resonancia –le dijo al pequeño.

Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable que le auguraba buen desenlace. Este le dijo:

–Prométeme no jugar más con esa ruidosa máquina.

–Sí, se lo prometo –respondió resuelto– pero es que vi un ciempiés y quise atraparlo.

Presentaba un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada. En solo cinco días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero al descubierto era escandalosa todavía. Tenía que estar así para que se orease, le había ordenado el médico. El peligro había desaparecido.
Bajando por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su percance. Una mujer y su hija de cinco años  se subieron en la planta segunda. La niña lo miró al quedar frente a él, y este con cara de satisfacción, alardeó de una frente recompuesta y sana, a la vez que fruncía el entrecejo voluntariamente, como él sabía hacerlo, y moviendo los ojos de un lado para el otro.


La niña se espantó al ver aquella cicatriz y se pegó a su madre, escondiéndose tras su falda.  Aquella herida le recordaba a una pequeña viborita que se adentraba, muy sigilosamente, en la espesa y negra  cabellera de aquel curioso personaje.

miércoles, 15 de febrero de 2017

11 HAIKUS DE PRIMAVERA

  
 CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
            I
Que no se pare
y con el viento vuele
tu sentimiento.
         
            II
Tras de besarte,
los besos están prestos
para adorarte.

          III
Bajando el valle,
pudo salir un beso
sin verlo nadie.

          IV
Sus grandes frutos
tienen mejor el gusto
que los del campo.

          V
Su escaso pecho
tiene la mejor copa
que hecho de ensueño.
        
          VI
Mejor modelo
no vi en un alfarero
formar un pecho.

         VII
No vi unos pechos
ni mejor torneados
ni mejor hechos.

         VIII
Como un espino
tiene mi niña el talle,
verde y florido.

        
         IX
Saldrán en mayo
los jóvenes pimpollos
apasionados.

           X
Feliz pimpollo;
él nació para abril,
tú, para mayo.
        
         XI
Abril y mayo:
nunca vi a otros meses
tan bien casados.

domingo, 12 de febrero de 2017

PALABRAS INSINCERAS (POR SAN VALENTÍN)


Cristóbal Encinas Sánchez
Las palabras tuyas son como espinas
que en mi pecho las clavas, penetrando 
mi corazón que sufre y va oscilando
día y noche perdido entre neblinas.

No eres capaz de estar callada un poco;
tu boca escupe y tuerce los conceptos,
de tus labios diré que son ineptos,
haciéndome aturdir como a un loco.

Si remonto al origen de tus besos,
sé que eso lo dices en cruel momento
de ira pues solo quieres que me encienda.

Si me dejé llevar por tus excesos,
que fueron fragorosos, y no miento,
también por ellos tuve más tu hacienda.
Después tendré el propósito de enmienda.





jueves, 9 de febrero de 2017

TE PROPONGO UN TRATO


Cristóbal Encinas Sánchez

Hola, Silvia: Siempre he tratado de cumplir lo que prometo, salvo cuando estaba en la escuela y los niños jugaban a darme vueltas en mi silla y me mareaban; entonces los amenazaba, pero mis amenazas eran de dulce, nimias e instantáneas. No me gusta crear malos rollos o permanecer enfadado con una cara tan larga que me llegue al suelo, ni que mis miradas sean recelosas. Me gusta la conversación afable como ahora son contigo mis palabras.
Te escribo –tengo tantas cartas guardadas– a pesar de estar viéndonos desde hace años y nunca haber tenido la ocasión de conocernos, para proponerte, si me lo permites, un trato: "No dejes transcurrir un momento sin que aflore en tu cara la sonrisa". Yo haré lo mismo. A cambio te ofreceré mi ayuda, si lo estimas oportuno; cuando tengas un problema que te agobie, o no puedas solucionar, dímelo.
Si tu padre lo permite, puedo acompañarte hasta el trabajo y luego te esperaré a la salida. Ya sabes que todos los días te veo llegar y despedirte de tu hijo pequeño, al que besas con tanto amor que me recuerdas a mi madre. Esto me conforta y me da el primer aliciente para pasar el día.
No sé si te has dado cuenta de que mi parálisis no me impide el desarrollo normal de mis actividades desde mi silla. Tú me has visto algunas veces en el jardín, plantando el césped y cuidando de él, porque estos quehaceres  me dan vitalidad. En los días tardíos del otoño, preparo mis arreos y planto mis árboles preferidos, que siempre agarran bien. Tengo mucha suerte en ello, pero también  lo hago con mucho cariño porque además  esta casa será algún día de mi propiedad.
Perdona mi atrevimiento por meterme en tu vida, pero te estarás dando cuenta de que quiero llegar a tener un compromiso contigo. Todo el día estoy pensando en ti. Así, mis días son más alegres, ocupados y fáciles. Las horas se me pasan más ligeras al verte pasar por mi puerta. Cuando traspones, me digo: "¡Qué hermosa es!".
Me complace observarte, cómo andas, qué soltura manifiestas y qué donaire. Después, por la tarde, me aplico a la lectura, a escribir algún poema de amor o a recortar recetas de cocina.
Aunque estoy muy nervioso, voy a decírtelo claramente: Me gustaría que me dijeras que no te disgusta mi compañía. Nunca he visto a ningún hombre a tu lado, salvo a tu padre, en estos cuatro años. Me he preguntado mil veces si yo podría hacerlo. No hace falta que me contestes de inmediato, porque ahora, lo que más me urge es decírtelo.
Después soñaré contento esperando tu contestación. De este intento de amistad espero que salga una relación satisfactoria pues, esta vez, sí echaré la carta al correo.



domingo, 5 de febrero de 2017

UN PEQUEÑO AHORRO MENSUAL


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

A la hora de la siesta, salió mi abuelo para despedirse de sus amigos. Se iba, no muy convencido, a su primer viaje del Imserso. Estaba intranquilo haciendo sus preparativos, juntando sus medicinas, su tarjeta de la Seguridad Social, que no se le olvidara, y los números de teléfono en una libretita. Subía a las cámaras de la casa con mucha frecuencia, cosa inusual. Cuando salió a la calle se llevó su impermeable para protegerse de la lluvia, pues era el mes de febrero y no quería quedarse en tierra por coger un resfriado. Eso era signo de que vendría tarde. 
Mi madre pensó que algo le preocupaba, en demasía, a mi abuelo y cuando comprobó que había traspuesto la esquina me dijo que le acompañara a las cámaras, que íbamos a averiguar el motivo de su desasosiego. Así que subimos preparados y tranquilos para rebuscar en todos los rincones. Abrimos un arca de ropa, pensando que allí lo encontraríamos, pero todo estaba como recién planchado. Miramos debajo de los asientos de un sofá antiguo, pero tampoco. Nos fuimos a la maleta de madera que era el escondite de sus libros de siempre, pero el polvo indicaba que no se había abierto. Levantó mi madre la vista hacia el techo, a las vigas, buscando un posible hueco entre el encañado. Vislumbró, próximo a las coces altas, en un agujero, unas huellas que oscurecían la cal, como de haber manoseado. Cogí la escalera de madera sujeta en un clavo y la descolgué para apontocarla en la pared. Metí la mano encima de la viga y encontré un sobre de color sepia enrollado y sujeto con una goma elástica. Se lo solté a mi madre que lo recogió en su mandil.
—¡Niño!, aquí hay unos papeles muy bien ordenados —me dijo mi madre con interés manifiesto. 
Con mucho cuidado lo abrió y en la mesa extendió todos los papeles del sobre. Había entre ellos un recorte de periódico y dinero: un billete de diez mil pesetas, dos de cinco mil y cuarenta de cien, equivalentes a doscientos cuarenta billetes de veinte duros. Rápidamente, hizo memoria , ajustó una sencilla cuenta, y se remontó a febrero del 1992, cuando el abuelo decía que España ratificó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht, y que no nos convenía hacerlo, porque estábamos en inferioridad de condiciones con los demás países. Aquellas palabras no las olvidó ya mi madre. Desde hacía diez años, cada final de mes mi abuelo había guardado dos billetes de cien pesetas de su paga y no los gastaba. Así cuadraba la cuenta, exactamente, hasta la fecha.
–“¡No nos conviene entrar en ese tratado!”–repetía muy a menudo la convincente frase que oyera de un importante y buen político.
Ahora empezábamos a comprender, mi madre y yo, muchas de las manías de mi abuelo. La razón era evidente: Si algún día no le llegaba con su pensión, entonces podría echar mano a aquella hucha.
Nunca le convenció aquella relación entre la moneda antigua y el euro. Mi abuelo, todo hay que decirlo, siempre había sido muy previsor.



jueves, 2 de febrero de 2017

LA BATALLA ABIERTA


Cristóbal Encinas Sánchez
(DEDICADO A LOS QUE SUFREN )

Llevo el puño en alto,
y en la batalla abierta
con coraje me planto;
y a los días terribles
me los como a pedazos.
Surgen días hostiles,
pero yo no me canso,
que los meto en mi puño
y después los deshago:
atrapo el sufrimiento
como a cruel adversario.

Animo con fuerza
a la pronta sonrisa
del labio valiente
que puede esperar
y aguanta sereno,
firme, en su llorar.

Cariño y calor
me ofrecen con flores,
me hacen los favores,
me ayudan sin par.
Son sus corazones
los que se desviven
y tienen la vela
encendida por mí.
Convierto mi lucha
en trazos de suerte,
convenzo a la muerte
diciéndole: ¡NO!

Espero sacar
las fuerzas que tantos
me supisteis dar
en el día a día
de mi enfermedad.

miércoles, 1 de febrero de 2017

UN GALLO PRESUMIDO


Cristóbal Encinas Sánchez

       Un gallo imponente se enseñoreaba, satisfecho, con su forma de andar. Su orgullo se hacía patente delante de todas las gallinas mientras buscaban con  ahínco en la tierra las apetitosas lombrices. De su garganta emergía un clamoroso y prolongado canto que ningún otro gallo de los alrededores podía superar. 
Pasaba por casualidad un niño, junto a la cuneta de la empedrada carretera, que jugaba a cortar las hierbas, rudamente, con una vara seca en la ribera de la acequia. El gallo, vigilante, vio como a un intruso en su territorio al niño que merodeaba por allí. Sin miedo alguno y sin pensarlo, se lanzó hacia él como una exhalación batiendo las alas. Ya próximos, y antes de huir del intrépido animal que venía con el pico abierto, el niño hizo un zigzag en el aire con su varita, con tal suerte que fue a golpearle en el cuello. El defensor, malherido, cayó al suelo en el acto, desnucado. El abuelo del niño, que iba delante, vio el revoleo que se metió en un momento y a las gallinas que se acercaban a oler y observar a su protector. El hombre sospechó que algo grave les había sobrevenido a las aves y fue directo al que daba signo de extrema quietud. Lo recogió y tanteó su cabeza que estaba como un péndulo. Pensaba en revivirlo: lo sustentó en su antebrazo e hizo presión en su cabeza hacia abajo para colocarla en su sitio. Tras varios intentos, empezó el infortunado a moverse. Ya erguido, un poco confuso y desarbolado como si fuera un muelle, comenzó a caminar dando el primer tumbo. Se levantaba y se caía, pero cada vez con mayor estabilidad. Las gallinas empezaron a cacarear, sorprendidas de su pronta recuperación.        
El niño, que había estado muy callado, empezó a sobreponerse, volviendo la  alegría a sus ojos.
El gallo, ya muy mejorado, se metió en la acequia para refrescarse. No le habían quedado ganas para seguir acosando al niño, y se retiró hacia el interior de la finca con sus congéneres. Esta vez se había escapado de lo peor. En el futuro dejaría de ser tan presumido y no asustaría a niños imprevisibles.

Cuando el infante vio que el gallo se alejaba con soltura y con "más cabeza", se encontró aliviado y motivado para ir dando saltos de contento. Siguiendo a su abuelo, retomó su camino y con su varita mágica hacía ostensivo su arte de descabezar las flores y pequeñas hierbas que adornaban la ribera. 
                               LA FOTO ESTÁ TOMADA DE INTERNET