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sábado, 28 de septiembre de 2013

EL SERPIENTES

EL SERPIENTES
Cristóbal Encinas Sánchez

     EL “Serpientes” tenía  once años. Su divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio. Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su manga. Le brillaban sus ojos y fruncía el ceño insinuando a sus espectadores que tenía valor.

Siempre estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno le requirió este para ayudarle en la recogida de las ramas, cuando cortara unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que la pala dio contra uno de los alambres y rebotó. El padre voló para quitársela de las manos. La cortante cadena se paró radical. Pero ya era tarde. De la frente brotó un manantial de sangre y rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño reconoció su imprudencia y le dijo que apenas le dolía. El padre, sofocado, echó mano al teléfono y marcó el 061. Una muchacha le contestó:

    -  “Siéntelo, apriétele fuerte la herida y cúbralo con una manta”.

Nueve minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño abstraído, hizo el disimulo de intentar coger a un gato romano que merodeaba por allí.
En quince minutos llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso. Un médico moreno y alto, con acento, dijo:

     -“ La herida no es grave, el hueso está intacto”-. ¡Qué gran descanso experimentaron los padres! -“Es una arteria seccionada pero la coseré bien, sin provocarte dolor. Ahora, tienes que hacerte una resonancia”-. Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable y que le auguraba bien.

      -“Prométeme no jugar más con esa ruidosa máquina ”.

     - “Sí, se lo prometo- respondió resuelto-, pero es que vi un ciempiés y...”.

Presentaba un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada.
A los cinco días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero escandalosa en la infantil cara, y al descubierto para que se orease. El peligro había desaparecido. 

Bajando por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su percance. Una mujer joven y su hija, de unos cinco años, se subieron en la planta segunda. El niño la miró con cara de satisfacción, alardeando de una frente recompuesta y sana, a la vez que movía su cabeza y fruncía, vivaracho, el entrecejo como él sabía hacerlo.   
La niña, espantada, vio aquella cicatriz y se pegó a su madre: se asemejaba a una viborita reluciente que se adentraba en la espesa cabellera negra del aquel curioso personaje.

viernes, 27 de septiembre de 2013

RELÁMPAGO ES CONFIADO

                                                                                                                                                                  (Capítulo IV)                                                            
 Cristóbal Encinas Sánchez

          Relámpago, al levantarse de la siesta, sigue un rastro de papeles de celofán tirados en el camino que lleva a un antiguo castillete. Un olor de fantasía de fresa inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar una apetitosa merienda. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda,  la vieja torre ya derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo llamativo entre los huecos de las piedras. Eran caramelos muy variados. La intención de ellos clara a la vez que simulaban no ver a nadie. Querían que Relámpago entrara en su juego y atraerlo gustosamente.                                                                                         Un tercer niño hacía el paripé de buscarlos y se sorprendía cuando los hallaba sin esfuerzo. Había encontrado pequeños tesoros y, con alegría, daba saltos exclamando: “¡Están de rechupete, qué ricos!”. A continuación tiraba el vistoso papel de envolver para que Relámpago se fijara dónde caía y fuera a deleitarse con su aroma.
Así pasó. Se acercó al insaciable niño que le ofreció uno de aquellos manjares. Mientras, los otros dos niños se perdieron tras una esquina del muro. A Relámpago se le caía la baba por las comisuras de los labios, pues él era un golimbro empedernido y lo siguió atento con la pretensión de probarlos.
      
      -¡Qué ricos!, toma uno. ¿Te gusta?...,está muy bueno. Ven aquí, toma...

El niño continuó con la búsqueda de aquellos duces. ¡Qué felices recuerdos le traían! :  frutas de Aragón, figuritas de chocolate blanco y rosa, roscos untados con miel, hojuelas con azúcar, almendras garrapiñadas... Se perdía recordando y masticando delicias imaginadas.

La simpatía y la soltura del niño en su comportamiento, que le hablaba y le ponía en su boca tocinos de cielo, le hizo confiarse y echarse a sus pies. La trampa estaba urdida. Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda de pita, el niño, tan desenvueltamente, lo fue enredando hasta que no pudo ni andar. Al instante, los otros dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito montados sobre un pollino cordobés albardado. Cogieron la cuerda para llevarlo de reata y lo jalearon, para perderse en dirección al río. Atravesaron por el vado y estuvieron a punto de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo. Relámpago cambió su semblante: se imaginó lo peor y se estremeció. Aparecieron al final de la calle que le llevaría hacia su antiguo amo. Entonces comenzó a gemir, a latir desesperado y nervioso, y se metía por entre las patas del animal, que estuvo a punto de pisarlo.
Sus raptores no precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguir sumiso tras el rapto, pues ya sabía lo que le esperaba. Si se había fugado la semana anterior, con paciencia esperaría un descuido de sus secuestradores cuando pusieran los pies en tierra y lo desataran de la albarda.
Llegaron a un  pilar conducidos por el más pequeño y se bajaron los dos, confiados, a beber agua y a darle, eso sí, también a los animales.      

Con gran ímpetu y como si fuera un galgo, propició un gran salto sobre el pilón que estuvo a punto de bañar entero al niño, si no llega este a soltar la cuerda para agarrarse al borde.

Era la ocasión que había estado esperando y supo aprovecharla. 

SOLEDAD

SOLEDAD
Cristóbal Encinas Sánchez

Delirios de primavera
sentí en mis labios
al reposar despacio,
sobre tus labios rojos.
Por un camino de abrojos
caminan dos peregrinos
buscando tus labios rojos.
¡Peregrinos son mis ojos!

Peregrinos son mis ojos
del sendero
que lleva a tus labios rojos.

Lejos de mí, palpitan
unos ojos claros,
un perfume de princesa,
esencia de margarita,
un tenue cantar de oro,
un profundo suspirar
y un tesoro:        
mi Soledad.

¡Qué desatino!
no poder ver el camino
que parte de su mirada.
¡Qué destrozo!
que no puedan ver mis ojos
su rostro de enamorada.
Si no puedo ver sus labios
¿para qué quiero mis ojos,
si ya no puedo besarlos?

Delirios de primavera
sentí en mis labios
cuando toqué el encanto
de inmensidad:
los labios rojos                                                                                    de Soledad. 

A RELÁMPAGO NO LE GUSTAN LAS FIESTAS

A RELÁMPAGO NO LE GUSTAN LAS FIESTAS
 (Capítulo I )
Cristóbal Encinas Sánchez

    Relámpago es un perro bueno, agradecido y muy inteligente. Es un podenco andaluz canelo con dos lunares blancos en la cabeza. Sus ojos verdes, inquisitivos, le dan un aspecto de entereza y resolución, capaz de todo, aunque solo es en apariencia.
La primera vez que lo vi estaba desmejorado y abandonado por su madre. Fue en la puerta de la escuela, al acabar las clases, cuando los niños más pequeños nos hicimos cargo de su subsistencia. A la hora del recreo nos esperaba y le echábamos trozos de nuestros bocadillos, algunas nueces con higos y carne de membrillo. Lo teníamos muy entretenido y siempre jugábamos con él camino a casa. Y en este ambiente de confianza y amistad,  fue criándose a nuestro par.

Relámpago era, además, un perro libre. Cuando ya tenía un año, en una tarde del mes de mayo, antes de las fiestas patronales, un hombre se lo encontró vigilando a unos patos en el humedal y lo engatusó con golosinas para llevárselo a su casa y adiestrarlo para la caza. Le soltó varios conejos y polluelos en la cuadra para ver con qué arte los atrapaba. Lo azuzaba con insistencia, pero él, lejos de perseguirlos e hincarles el diente, saltaba alegre y con mucho tacto se revolcaba con ellos, mostrando su noble carácter. Nunca le hizo daño a otro animal y ahora menos, cosa que el nuevo amo no aceptó con agrado.

   - ¡Será cuestión de insistir! Se le despertará la afición– pensó el cazador.

Así continuó hasta el día en que empezaron las anheladas fiestas. Su amo, como cada año, se había apuntado al tiro pichón para lucirse. Pero a Relámpago tampoco le gustaban los tumultos. Los bullicios, cohetes y escopetas le ponían histérico. 
Llegó el segundo día y se fueron a un lugar distanciado del pueblo, próximo al monte, donde se produciría el evento. Con tantos disparos, el pobre perro estaba ya desquiciado y en tres ocasiones que tuvo de recoger los palomos heridos, no aprovechó ninguna y los dejó escapar entre las retamas y los espinos. Sencillamente, él no estaba por la tarea, pero ladraba y disimulaba lo suficiente.

El amo, desprestigiado, se mostró airado y se lanzó sobre el inútil perro para cogerlo del collar  y, arrastrándolo, lo llevó hasta el remolque de su vehículo. Relámpago se sintió ultrajado, despreciado e infeliz. Su corazón latía azogadamente. No comprendía la furiosa actitud del humano. Cuando llegaron a la casa, fue atado a una estaca en el hueco de la escalera del pajar y abandonado, otra vez, padecería lo indecible. Volvió a recordar los tiempos de su infancia. Pero él no estaba dispuesto a ser un esclavo.                                  Al amanecer del día siguiente puso en práctica su estrategia de fuga.

jueves, 26 de septiembre de 2013

UN BESO

UN BESO
 Cristóbal Encinas Sánchez

Los hierros de tu ventana
tomaron calor del beso
aquel que me sorbió el seso
en una noche temprana.

Tus ojos visten de tul
y ondean al aire, gitana,
sus vestidos de sultana
al mirarme niña, tú.

Como encajes de princesa
me abanican tus pestañas
y me quitan las migrañas
tus miradas de grandeza.

Enfrente de tu ventana,
mirando al cielo impasible,
guarda tu rostro sensible
aquella estrella lejana.

Aquella estrella lejana
que miro todas las noches
me lanzó tiernos reproches
al irse de madrugada.

Aquella estrella temprana
supo lo que yo sentía:
comprendió que te quería
ver solita en tu ventana.

Aquella estrella dorada
que de tu cara es espejo
sabe que mi amor es viejo
por ti, mujer adorada.

Estás tendida en el lecho
cuando canta mi guitarra
por la puerta de tu casa
     el amor que hay en mi pecho.

Los besos en tu ventana
saben a cuatro colores:
                                    violeta de mis amores,                                             naranja, celeste y grana.     

   Los hierros de tu ventana

 tomaron calor del beso
       aquel que me sorbió el seso
                                 en una noche temprana.                                   

AQUELLA TARDE



 AQUELLA   TARDE
Cristóbal Encinas Sánchez   

Una gota de marfil cayó en el suelo,
una gota cuajada de nostalgia
se perdió sola.
Una lágrima era
puro y transparente cristal
como lluvia fresca en tierra árida,
al resbalar por tu mejilla
y después morir.

Como lluvia fresca en tierra árida,
como palabra muerta quedó
cuando dejó la vida de tu cara.
Unos cálidos ojos
inmóviles y apacibles:
como la inmensidad de mi pena,
su mirada.
Ellos, en una tarde quebrada,
la arrojaron;
y con las mías se juntaron
y se fundieron.
Una soñolienta soledad me embarga.

Recuerdo una tarde alejada,
unos ojos empañados,
una primavera deshojada,
un viento gris y apagado;
unas nubes negruzcas
como mi pena.

Recuerdo una cara suave y tierna,
un terciopelo dorado 
y un pañuelo;
una  pequeña voz ,
en tono de caverna,
 me hablaba susurrante.

Recuerdo una cara,
unos ojos, un pañuelo
y una lágrima en el suelo.

Una lágrima cayó
y detrás otras mías brotaron;
una gota de marfil,
cargada de ansiedad,
que no se perdió sola.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

DESCORNANDO AL MACHO

                                DESCORNANDO AL MACHO                                          Cristóbal Encinas Sánchez

       Se acercó Relámpago, como de costumbre, al pequeño rebaño de ovejas que, diariamente, era conducido a la tinada. Un joven carnero llevaba un tiempo intentando cornearlo, quizá para amedrentarlo, pues ya era mocito y tenía que demostrar su valía. Y le miró de forma atravesada. Sin darle tiempo, se lanzó a por él, pero el perro le vio las ideas y no lo dejó acercarse demasiado, aunque sí lo suficiente como para torearlo.

El pastor se lamentaba de tener enfrentamientos con la gente por este motivo. Así que, sin darle más pausa, se acercó al brioso macho, lo cogió por las patas, lo echó al suelo y lo ató. Después le puso la rodilla encima. En ese momento pasaba por allí un muchacho al que le dijo que se acercara, por favor, para ayudarle a bloquear la cabeza del irrespetuoso lanudo. Había llegado el momento de descornarlo. 
El muchacho no se sorprendió de la operación que le iban a hacer. Sin dudarlo, se acercó, pero con cuidado, hasta que se aseguró de que estaba bien trabado. El pastor echó mano a su morral y sacó un pequeño rollo de alambre acerado, con los extremos sujetos a dos pequeños palos, y rodeando la punta de un cuerno, empezó con un movimiento giratorio y alternante. Se veía penetrar el alambre en el asta  como si cortara un trozo de jabón casero. Después, hizo lo mismo con el otro.

-“¡Ya está, muchacho!, puedes soltarlo. Gracias” -dijo satisfecho.

Se enervó el cordero, obcecado, y empestilló otra vez contra Relámpago. Ahora sí que producía irrisión, pues no le llegaría a embestir bien y se pondría a la altura de una oveja. Le habían cortado los “vuelos” al macho. El pobre pastor ya estaría tranquilo y nadie le reprendería por posibles embestidas. Cogió y le dio al muchacho los trozos de cuerno amputados y le dijo que podría hacer con ellos un yoyó, y si era diestro con la navaja, alguna figura sencilla. Después de despedirse, el muchacho arrancó a correr para que Relámpago lo siguiera y le lanzó uno de aquellos inertes huesos para que se lo devolviera.  Relámpago encontró rápido entre las hierbas el precioso juguete y no lo soltó. Con él en la boca, no hizo lo que el muchacho deseaba y se fue para alardear, entre sus congéneres, de que había conseguido arrebatarle las defensas a un borrego manso que siempre le perseguía e importunaba en los encuentros con aquel rebaño.

UN GALLO PRESUMIDO

UN GALLO PRESUMIDO 
Cristóbal Encinas Sánchez

       Un gallo imponente se enseñoreaba satisfecho con su forma de andar. Su orgullo se hacía patente delante de todo el gallinero, mientras buscaban con  ahínco en la tierra las apetitosas lombrices. De su garganta emergía un clamoroso y prolongado canto que ningún otro gallo de los alrededores podía superar.

Pasaba por casualidad un niño junto a la cuneta de la empedrada carretera , jugando a cortar las hierbas con una vara en la ribera de la acequia. El gallo, vigilante, vio como a un intruso en su territorio al niño que merodeaba por allí. Sin miedo alguno y sin pensarlo, se lanzó hacia él como una exhalación y con las alas levantadas. Ya próximos, y antes de huir del intrépido animal que venía con el pico abierto, el niño hizo un zigzag en el aire con su varita, con tal suerte que fue a golpearle en el cuello. El defensor, malherido, cayó al suelo en el acto, desnucado.                                                                                                 
El abuelo del niño, que iba delante, vio el revoleo que se metió en un momento y a las gallinas que se acercaban a oler y observar a su protector. El hombre sospechó que algo grave les había sobrevenido a las aves y fue directo al que daba signo de extrema quietud. Lo recogió y tanteó su cabeza que estaba como un péndulo. Pensaba en revivirlo: lo sustentó en su antebrazo e hizo presión en su cabeza hacia abajo para colocarla en su sitio. Tras varios intentos, empezó el infortunado a moverse. Ya erguido, un poco confuso y desarbolado como si fuera un muelle, comenzó a caminar dando el primer tumbo. Se levantaba y se caía, pero cada vez con mayor estabilidad. Las gallinas empezaron a cacarear, sorprendidas de su pronta recuperación. El niño que había estado muy callado, empezó a sobreponerse, volviendo a sus ojos la alegría.
El gallo, ya muy mejorado, se metió en la acequia para refrescarse. No le habían quedado ganas para seguir acosando al primero que se le acercaba y se retiró hacia el interior de la finca con sus congéneres. Esta vez se había escapado de lo peor. Dejaría de ser tan presumido y no asustaría más a niños imprevisibles.


Cuando el infante vio que el gallo se alejaba con soltura y con más cabeza, se encontró muy aliviado y motivado para ir dando saltos de contento. Siguiendo a su abuelo, retomó su camino y con su varita mágica hacía ostensivo su arte de descabezar las pequeñas hierbas y flores que adornaban la ribera.      

viernes, 20 de septiembre de 2013

CABALLO POR DOMAR

                                     CABALLO POR DOMAR                                           Cristóbal Encinas Sánchez

  Comentaban en la cuadrilla de vareadores, en la Cañada del Olivar, que a un joven caballo tordo de varios años de edad, no había quién le hincara la espuela.  Todos los días campaba por allí a sus anchas. Pacía junto a una burra zamorana de mediana edad, que le había amamantado a raíz de morir su madre. Se había criado con todos los mimos por parte de ella y de su propietario, pero era muy arisco. Huía en cuanto veía que alguien le miraba y se le acercaba.                                                                                                                                                                  El  piquetero, un muchacho joven y ágil, se bajó de la última oliva que varearon. Era la hora de almorzar y todos se fueron hacia el hato menos él, que se dirigió hacia la pareja de animales. El caballo era muy rebelde y vigoroso y estaba dispuesto a no dejarse montar por el inesperado jinete. La familia y compañeros que vieron las intenciones del muchacho, intentaron disuadirle, ya que podría tirarlo al suelo y despanzurrarlo. Pero él era como las moscas borriqueras, sin cejar en su empeño, se subió sobre el animal.                       Encorvando el lomo y dando saltos pretendía descolocar al molesto jinete. Como no pudo tirarlo a tierra, se dirigió al galope hacia un olivo para que sus ramas le quitaran aquel estorbo, pero no lo consiguió. Él sí supo domeñarlo y encauzarlo hacia la carretera. Después, desaparecieron.
A la media hora, los comensales, ya intranquilos, les vieron venir. Presentaban una silueta normal a paso relajado. Subido a pelo en la grupa, llegó airoso hasta donde estaban todos disfrutando ya del postre. Su padre se levantó para salir a su encuentro, y tras comprobar que estaba bien, le dijo:
-                   -  ¡Hijo, cuánto me haces sufrir! Lo mal que lo he pasado al verte trasponer. Me das una irritación tras otra. Dime:¿hasta dónde has llegado?
-             - Hasta el río, padre, y ha sido muy “bregoso” - dijo cuando se bajó del cuadrúpedo, buscando el búcaro con avidez. Cansado y sudoroso, bebió con ansia, largamente.


Josillo era experto en tratar a los rebeldes como él. Sabía hablarles, mirarlos y dominarlos. Él era así, porque lo había parido así su madre. Hizo lo mejor que pudo por el animal y, además, es que él tenía esa gracia. El almuerzo todavía le esperaba.

martes, 17 de septiembre de 2013

EL MADRUGADOR

EL  MADRUGADOR                        
                              Cristóbal Encinas Sánchez                                                                                                                                       
    Todos los trabajadores esperaban a la entrada del taller para comenzar la jornada. El jefe llegó un poco tarde y alargándole las llaves a uno que siempre era el primero en llegar,  le mandó abrir el viejo portón. Entraron y cada uno se fue a su puesto. Cuando pasaron  varios segundos, se dirigió otra vez al mismo, y señalándole con el dedo índice, le dijo complacientemente y sin reparos:

-¡Oye , tú!, ve a tu casa y te traes mi cartera, que la he dejado olvidada debajo de tu almohada. Y no hace falta que te apresures que yo  me pongo en tu puesto. Puedes tomarte libre toda la mañana.


El hombre le hizo caso al instante y se salió a la calle, cabizbajo y un poco abochornado. Los demás continuaron con su tarea sin prestar demasiada atención a lo que acababan de oír. Alguno sonrió a la vez que guiñaba el ojo con malicia. Otro se sonreía haciéndose el sonso. Era probable que esa no fuese la primera vez que al jefe se le olvidaba un elemento tan disuasorio en un sitio tan inverosímil.

lunes, 16 de septiembre de 2013

A ORIÓN

               A ORIÓN
                   Cristóbal Encinas Sánchez

Centellea el canto con el fragor poseso
que se asoma al centro en la batalla;
brillan majestuosos los galones
del emisario azul en el Olimpo:
se ha propuesto resolverse Orión.
¡Oh, inefable voz excelsa!
de las notas expandidas,
transportada hacia el espíritu,
a un devenir errante
y a un constante nacer ígneo
que te sublima,
para rodar en círculos sangrantes
entre tormentas de eufóricas llamas
con penachos plenamente enfebrecidos.

¡Reclamo la auditoría del Sol!,
como nítido y esplendoroso juez
que está recién parido,
cabalgando inexorable en la galaxia,
resurgiendo de un volcán imaginario.
Hay un desplante y un silencio apolíneos,
y un despliegue atroz de nacimientos.
¡Oh, Orión!, constelación espléndida,
que desbordas en unos pocos segundos
y trasciendes el panorama conformando,
recodo tras recodo, el firmamento.

Un repertorio de cantos de pájaros
embravecidos y exóticos suena,
aclamando tu destino al universo
con todas las frecuencias inspirado.

Y el intrépido amigo del tiempo
y de la luz
demuestra que vive,

resonando.


UNA VUELTA INESPERADA

UNA VUELTA INESPERADA
(Capítulo III)   
                                                Cristóbal Encinas Sánchez                                                                                                
      La tarde se prestaba para salir a dar un paseo por el campo -pensaba Relámpago- y salió de su madriguera. Desde un majano escuchó a las aves de un cortijo cercano cacarear insistentemente. Se aproximó a él y vio cómo se arremolinaban junto a la puerta para salir, cuando el ama  descorrió el cerrojo con rapidez. Todas salieron al huerto en torbellino, dejando en el recinto una gran nube de polvo.   

Observaba Relámpago que entre las aves se distinguía un pavo afectado de reúma  que pretendía galantear, con cierta gallardía, a una pava joven. Los arrumacos se sucedieron hasta que ella aceptó, con paciencia, su cortejo. A la poca experiencia de la pretendida se le sumaba la escasa movilidad del atrevido y por ello no se podía hacer efectiva la unión. Cada vez que, con ímprobo esfuerzo, el galán se le subía al lomo, era para fracasar. No era posible “pisarla”, por no mantener el equilibrio. ¡Y al suelo otra vez! De tantas subidas y bajadas, la sumisa pavita sintió agobio y optó por liberarse, corriendo desenfrenada por una senda.  Mientras, Relámpago, con su cabeza acomodada sobre una piedra,  se complacía ante la representación. 

 De repente, un gallo vistoso, de plumaje lorigado, sin perder detalle del brusco desenlace, emprendió una veloz carrera tras la dama. La persiguió justo hasta alcanzarla y dando un gran salto  se encaramó sobre su costillar. Bien agarrado a las alas, le picó con insistencia en la cresta hasta que logró asirla bien. Así se mantuvo la carrera, con singular jinete, hasta que ella decidió cambiar el sentido de la marcha. Con gran maestría se dejó reconducir  hasta el punto de partida.   

Relámpago, perplejo, no daba crédito a los hechos: le gustaba el espectáculo. De improviso, el  infatigable gallo saltó al suelo desde su cabalgadura, retirándose tranquilamente del grupo de gallináceos, muy orgulloso por haber cumplido una misión tan delicada. Todos los miembros de la banda les miraron atónitos  por el numerito circense que habían montado. Fue entonces cuando el agraviado  se dispuso a reanudar su noble actividad, haciendo acopio de fuerzas, desplegando su plumaje y girando en círculo impulsivamente. Pero la aventura reproductiva  ya había concluido y todos empezaron a desperdigarse. Ahora, la pretendida se ufanaba mirando, de hito en hito, al imponente gallo que la había obligado a volver. Ahora sí le prestaba su atención, pues, pensándolo bien, aquella  fue una experiencia difícil de olvidar. ¡Qué temple tenía! 
Relámpago  reanudó su marcha, entendiendo que allí reinaba la buena armonía, y se disfrutaba de una tarde exquisita. Era probable que nadie se alterase otra vez y, menos, que otro gallo avieso se le subiese a su chepa para hacerle volver por donde había venido. Así que, dando ligeros saltos, se adentró, con disimulo, en una frondosidad de cornicabras y romeros.       
                                            

BARBECHO

                            BARBECHO                               
     Cristóbal Encinas Sánchez

     Soy un adicto a tener fotos tuyas. A pesar de ser muchas las que tengo en mis álbumes numerados, te sigo haciendo, cada día, las que puedo. Me asomo a la ventana  hasta que te veo pasar. Tu silueta me llama, y aunque no te reconozca sé que eres tú al comienzo de la calle. Has cambiado mucho, últimamente, de aspecto, de ropa – ¡cuántos colores!-, cuando vas al mercado o al gimnasio. El otro día te eché fotos cuando te ponías el chándal y al quitarte la primera prenda ya en tu casa: estabas, realmente magnífica y profunda.

Esta tarde subí por la escalera del parque y no te esperaba allí. Te oí cantar en el pequeño anfiteatro que nos albergó, casi desapercibidos, en aquellos días de invierno. Te he visto con tus hijos y estabas muy ilusionada en la representación que hacíais. Yo permanecía detrás de los espesos setos, vigilando. De pronto, desapareciste y no supe dónde te habías metido: jugabas a las escondidas en el laberinto. Y me asusté, hasta que, por fin, tus hijos reían contigo, clamorosamente. Después, se me perdió tu voz, en la espesura. Fue en ese momento cuando tuve la  sensación de que era el último día que te vería. Empezaba a oscurecer.

Quizá, ahora, hayas cambiado tu forma de sentirme, o yo la mía de sentirte a ti. Nuestros corazones no están preparados para albergar esa semilla. Esperar unos años será lo más recomendable.

jueves, 12 de septiembre de 2013

PERRA MIRADA

PERRA MIRADA    
Cristóbal  Encinas Sánchez

        Cuando llegó corriendo al cerezo, miró al hombre que estaba subido en la parte más baja de este. Lo había enviado el propietario a comprobar ese detalle, y ahora él podía constatar que Miguelico estaba comiéndose sus frutos. El emisario, jadeante, se volvió para comunicárselo al amo de la finca. Este acudió rápido adonde estaba el ladrón y se dirigió a él con decisión:
  - ¡Oye, tú!,¿cómo te has subido ahí?
  - Pues, agarrándome y gateando por el tronco.
  - ¡Bájate, que quiero hablar contigo!- le dijo en tono amenazante.
Miguel se bajó y pasó cerca de aquella mansa fiera en dirección a su amo.
  -¡Dígame usted!
  - ¿Has subido tan tranquilamente, con este aquí atado?– señaló al perro.
  - Ya ha visto usted que acabo de bajar y he pasado junto a él.           
Se terminó la conversación. El perro miró con atención y con cara sorprendida al que era su amo. Este sacó la pistola y a poca distancia le disparó dos veces.                                                                                  
El perro no fue tan fiero con aquel intruso que había hurtado a su amo, de manera elegante, las preciadas cerezas y también su prestigio. Le había puesto en ridículo al no cumplir con el trabajo que le había asignado el día anterior. Pero ese fue un problema que el ofendido supo solucionar rápido.

domingo, 8 de septiembre de 2013

EL GATO VOLADOR

                                                      EL GATO VOLADOR                                                     Cristóbal Encinas Sánchez

    Se asomó un gato negro a la puerta entreabierta de la casa y subió escaleras arriba como si ya supiese adónde iba. Olisqueaba y miraba con calma. Siguió su camino hasta las cámaras. Recordaría, probablemente, que allí hubo ratones una vez.

Relámpago, echado en el suelo del zaguán, parecía dormitar en la calurosa tarde y no reaccionó en el momento, dejándolo pasar. A los pocos segundos se levantó con presteza y fue a buscar a su ama que estaba en la cocina. Se dirigió a ella y le dio muestras de alegría y nerviosismo. Hizo que lo siguiera dando pequeños y amortiguados saltos. Volvía la cabeza de vez en cuando para comprobar que su ama le había comprendido: el intruso debería dar la cara sin contemplaciones. Llegaron sigilosos al lugar en donde se esperaba que estuviese el felino. Por entre un montón de trastos viejos se le oía y él, agazapado, lo esperaba. Reculaba y se disponía a saltar. La distancia se acortaba. Había una compenetración perfecta entre la anciana y el perro. El gato, embelesado en su rastreo, en cuanto asomó el hocico, dio un repullo que encandiló a sus acechantes. No se había percatado de su presencia y saltó entonces en dirección a la ventana más próxima que estaba abierta. La abuela había pillado una escoba en el trayecto hacia el lugar de la emboscada y hacía alardes de querer atizarle en el lomo un buen leñazo, cosa del todo improbable dada su avanzada edad. Nervioso y agresivo el gato se parapetó en el rincón dando manotazos al aire, porque Relámpago se le acercaba tan felizmente. Claro, aquel no intuía que su adversario solo iba con ideas de pasar el rato. Refunfuñaba y maullaba dejando un eco que te desgarraba el alma,  como si lo estuvieran destripando. La distancia entre ellos era escasa y el cuerpo a cuerpo era inevitable. Acorralado por aquellos desaprensivos, el gato pensaría dos veces en la única alternativa : la ventana, el único sitio por donde podría escapar con facilidad y sin ser maltratado. A Relámpago le brillaban los ojos como diciendo: “¡Estás a mi disposición y tú, hoy, jugarás conmigo!” ¡Qué inocente!                                                                                   El arrinconado no estaba dispuesto a sucumbir, y un aspaviento que hizo la anciana, desplegando sus manos hacia arriba empuñando la escoba, le indujo a pensar que lo  descabezaría. Fue en una abrir y cerrar de ojos: desapareció por la ventana enfrentándose así a la gravedad de la altura de dos pisos. Antes de que llegara al suelo, se le vio haciendo maravillosos juegos malabares con su cuerpo para caer de pies. Los dos atacantes asomados a la ventana, se sorprendieron. Los niños que estaban jugando en la calle oyeron el batacazo que dio el pobre. Todos vieron cómo desapareció, en un fugaz instante, aquel bulto negro caído del cielo. El minino había salvado la complicada situación prefiriendo saltar al vacío para liberarse  de los extraños cómplices expertos en deslomar a un inofensivo supresor de roedores.
Comprendió Relámpago que dos pisos bajo sus pies no amedrentaron a un gato fuerte como aquel. Para la siguiente vez que quisiera divertirse, no le haría el favor a su ama de avisarle. Desganado y  triste, sin ánimos para emprender otra actividad lúdica, se metió en una troje lleno de sacos de esparto vacíos para dormir y así olvidarse del desaguisado.