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viernes, 13 de junio de 2014

PERIQUILLA LA INTOCABLE


         PERIQUILLA, LA INTOCABLE               Cristóbal Encinas Sánchez

      La hija del Espantagustos, como le llamaban, era una chiquilla alegre y revoltosa. Tenía catorce años y todas las tardes se reunía con un mozalbete poco mayor que ella. Se contaban, paseando por los jardines, sus pequeñas cosas. Él tenía una figura agarabatada pero su carácter abierto y amable obviaba este defecto. Era un ganapancillo que gustaba de andorrear por las calles sin rumbo fijo después de realizar sus encargos. Así fue como conoció a Periquilla, con quien intercambiaba taz a taz sus regalos y chucherías, así como sus irreflexivos dichos, cosa que no menoscababa su frescura y disposición para el trato afable.                                                                                                                  Todos los días caminaban por los alrededores de la iglesia y gustaban de subir al coro cuando no había nadie, para estar a solas. El viejo piano, desguazado, mostraba su arpa cromática, bajo el hueco de la escalera, con sus desafinadas cuerdas, y ellos aprovechaban para darle unos cuantos rasgueados briosos. Se divertían así, y saliendo en tropel, Y cuando salían, metían un gran estrépito soliviantando a alguna mujer que entrara santiguándose, aunque más bien sería a los ratones. A estos les echarían las culpas, más de una vez, al oír notas que se oían aleatoriamente. Después se alejaban perdiéndose en el monte cogidos de la mano y buscando orquídeas. Hasta que llegaba la hora de recogerse y ponerse a hacer sus pocas labores de casa y de la escuela.                                                                                                                    En su barrio, de pequeña, la tenían por un marimacho, despepitada y burlona, que iba dando patadas a los montones de tierra, recogidos por las mujeres que barrían las puertas de sus casas, y a los cubos de agua para regarlas, consiguiendo así atrasar las faenas y que la gente se precaviera.                                                                                                 
Periquilla, a veces, tenía que ir a dar una razón a algún cortijo. Para ello enjaezaba su caballo negro. Se ponía las ropas y botas de su hermano, que le daban un aspecto de altivez y de seguridad. En la  puerta de la cuadra lo enjorquetaba dando un salto felino. A continuación sacaba de la albardilla una estilizada faca enfundada que la sujetaba a una liga bajo su rodilla. Así no tenía miedo y no retrocedía ante cualquier eventualidad.
            Cierto día, al final de la calle que lleva hasta los pinos, se topó con tres jóvenes de su edad. Con melindres le hablaron, a la vez que se aproximaron; uno de ellos, viendo que tenía prisa, le ofreció su bici para abreviar el camino e hizo la intención de subirla al cuadro para reírse de ella. Otro se aproximó y la cogió por el cuello, pero ella se zafó con rapidez. Al ver el panorama, la muchacha metió la mano en su mochila y sacó un minino de dos meses de edad y lo lanzó a la cabeza del acosador. El animal se agarró con presteza al cuero cabelludo y a la garganta, hincándole las uñas. El dolor era irresistible y el chaval graznaba como un ganso cabreado. Al de la bici le echó un bote entero de gusanos de cañaheja, con hormigas alúas y saltamontes que llevaba para ponerlos como cebo en las perchas. Al verse invadido por tantos bichos, el muchacho se espantó y enloqueciendo salió disparado dándose de manotazos.  El tercero se parapetó y con más vista y tiempo se le acercó por la espalda y, agarrándola del brazo la atrajo para sí. Sin perder un segundo, ella le propinó un taconazo en los testículos que no tuvo más remedido que dejarse caer al suelo, en donde ella le paseó el tronco varias veces. Así le distribuyó todo el dolor por la parrilla intercostal.                                                                                                     Tras el intento fallido y con el camino libre, la comprometida chica se apresuró en dirección al pueblo. Se fue al cuartelillo de la guardia civil para relatarles los hechos, y mostrarles los enrojecimientos  que todavía le marcaban el cuello. Posteriormente, la felicitaron por su buena suerte y por su atrevimiento a delatar a sus agresores. No le hicieron más preguntas. El cabo y un soldado fueron en busca de los culpables.
Esa tarde, el amigo de Periquilla fue informado de los acontecimientos. Se despidió de su novia y dio sus acostumbrados paseos, esta vez solo.  Empezaría a ajustar, particularmente, las cuentas a cada uno de los confabulados. A partir de entonces, quedó un refranillo, muy socorrido por los niños que decía así: “No molestes a Periquilla, que más pronto que tarde te alisará las costillas”.

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