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domingo, 23 de agosto de 2015

EL APRENSIVO


Cristóbal Encinas Sánchez

       Comenzó la mañana con un tiempo extraordinario para echar el día recogiendo aceituna. El "Aprensivo" era el encargado, que se ponía en camino hacia la casa del propietario nada más amanecer. En el trayecto a la finca se iba encontrando con los demás trabajadores . Uno de ellos, muy  guasón, después de saludarle, sorprendido, le dijo mirándole a la cara y al cogote:
—Tienes mala cara, además parece que tienes la cabeza hinchada —a lo que él respondió:
—Yo me encuentro perfectamente. Puede que estés dormido todavía y no me veas bien —dando a entender que llevaba varias horas levantado.
Siguieron hablando de otros temas mientras llegaron al tajo.  Colgaron las meriendas en el olivo que preveían que almorzarían,  cuando otro compañero le dice con mucho énfasis:
—Perdone mi descaro, pero le veo un poco desmejorado, tiene mala cara  —hizo un movimiento  como  para verle de perfil buscando algo anormal y así constatar que lo que le estaba diciendo era cierto.
— Gracias por tu preocupación. Eres el segundo que me lo ha dicho esta mañana, pero yo estoy bien y he dormido como un lirón toda la noche, después de que ayer nos diéramos un buen tute cargando sacos.
—En fin, serán apreciaciones mías, no me hagas caso —en esto que le hace un guiño a los demás que estaban a la expectativa.
Al rato, llegó el muchacho que portaba el búcaro para que se refrescaran y se lo ofreció primero a su encargado, diciéndole:
—Tenga cuidado con el agua que está muy fría, no beba demasiada si usted se encuentra mal, pues le veo como si estuviera hinchado. ¿Nadie le ha dicho nada? —automáticamente miró en derredor  como si se hubiera dado cuenta de que había un complot para amargarle el día.
— No sé qué pasa hoy con vosotros, ya me lo habéis dicho tres y no os andáis con contemplaciones. Y repito: estoy muy bien. Tengo ganas de trabajar y no me fastidiéis más —apostilló sin mucha paciencia, así que nadie replicó.
    Llegó la hora del almuerzo y  del descanso al mediodía. Cuando tomó su tortilla y sus buenos trozos de morcilla y torreznos, se terminó todo el vino de la bota. Como postre se comió un puñado de nueces con almendras metidos en el interior de higos pasados.                                                                 
     Tenía este hombre la costumbre de aliviarse después del almuerzo. Así que se retiró detrás de un majano. Al lado había  un reducto desprotegido para encerrar las ovejas. En un clavo mohoso colgó su chaquetilla y la gorra de lona.
Una de las mujeres, que cosía los lienzos cuando se rompían -siempre tenía la aguja colchonera preparada-, se le acercó por detrás con sigilo. El que hacía sus necesidades estaba tan concentrado que, cuando la mujer se asomó al reducto y alcanzó su gorra para darle tres puntazos y reducirle el vuelo, no la oyó.
El hombre, ya aliviado, se avió tranquilamente, poniéndose por último su gorra. Poco antes de llegar a reunirse con el resto de la cuadrilla que estaba alrededor de la lumbre contando chistes, notó que tenía cierta presión en la cabeza. Lleno de angustia,  se dirigió a los trabajadores y corroboró la opinión que le dieron sobre su aspecto.
— Efectivamente, aunque no me encuentro mal, creo que la cabeza la tengo más gorda que nunca, pues ha sido quitármela unos minutos y ahora no me entra. Por ello, y haciéndoos caso, he decidido ir al médico. Adiós.

Le notaron que cambiaba de aspecto por segundos y se puso serio. Le vieron correr por la  cañada abajo. Miraba hacia atrás moviendo los brazos, dando a entender que no pasaba nada. Si "aquello" tomaba proporciones, podría tener problemas si no llegaba pronto a la consulta.                                    
Todos se rieron socarronamente por cómo gestionaron la pesada broma, consiguiendo con aquella farsa que el "pobretico" hiciera honor a su mote, creyéndoselo todo.

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