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martes, 16 de febrero de 2016

ACORRALADO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

         Estaba amaneciendo cuando oyó movimientos extraños en las calles contiguas. Esto le causaba cierta zozobra y mal estado de ánimo. Era en un día de frío intenso, invernal. El mismo  humo estaba por todos lados, y en el ambiente había un exagerado olor a cebolla, algo inusual.  
 Con la mosca en la oreja, se levantó muy suspicaz del lugar donde descansaba. Se puso algo nervioso al oír unas pisadas de grandes botas que armaban mucho ruido, como si fueran apartando obstáculos en el camino. Quiso acercarse a un agujero practicado en una pared hecha con ripios y mal encalada, a modo de ventana, pero se pegó a la columna que había tras la puerta y aguantó, clavado, la respiración todo el tiempo que pudo. Justo en ese momento, volvió a oír, esta vez, un grito de dolor horrible,  mantenido durante algunos segundos. Ante la situación empezó a temblar de tal manera que no se tenía de pie; por ello optó por sentarse en el suelo y evitar cualquier golpe que pudiera delatarle.  Esperó recostado y se cercioró de que la puerta estaba bien ajustada. Mientras tanto, los pasos se iban acercando, aceleradamente, y la conversación de los transeúntes la percibía más nítida. Las cerdas de su cuello se le pusieron tiesas, como leznas, a la vez que un sudor frío le recorría todo el cuerpo. El corazón le latía desaforadamente, como nunca.
Alguien del grupo golpeaba unos útiles metálicos, haciéndolos resbalar continuadamente, como afilándolos. Otro decía, a varios metros de la puerta, que si hacía falta una antorcha para verlo al entrar.  Una voz conocida y cálida,  respondió, suavemente, diciendo que sí:" Ven tú solo conmigo, los demás, atrás, que no os vea y lo cogeré por sorpresa. A mí me conoce y no se alarmará".

El  que estaba acorralado vio cómo se abría la vieja puerta de roble, igual que todos los días a aquella hora. Pero en vez de traerle un cubo de comida, su amo le mostró un gancho con la punta afilada y asido por el otro extremo curvado. Quedó estupefacto. Si en ese momento le pinchan no echa ni una gota de sangre. A continuación reculó hacia el rincón de la zahúrda donde había dormido.  
El matarife se le acercó circunspecto pero propiciando una irónica sonrisa. De golpe, le echó el gancho a la papada y tiró hacia sí, quedando el cerdo atrapado por la mandíbula. Entonces gruñó, suplicó, desesperadamente, pidiendo clemencia, mientras iba al cadalso. 

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