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sábado, 8 de abril de 2017

LA ESCAPADA

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

En los alrededores había varias naves ganaderas, pero Primitivo había llegado a esta en especial porque conocía bien el paraje por trabajar antes de ir a prisión. Se había escapado hacía dos días del centro penitenciario y su ansiedad se acrecentaba. Había cruzado barrancos y ríos, afanándose en no ser descubierto, con el único aliciente de hacer lo que debía. Hacía un año, cerca de allí, había comprado varias hectáreas con viñedos con el dinero que le ofrecieron por declarar que aquel criminal, que se encontraba dentro, que fue presunto compinche suyo en un deleznable crimen, era inocente, consiguiendo después su libertad.                                                                                                                                             
Se mantuvo oculto hasta caer la tarde. Se asomó con cautela a una de las ventanas que daba al lagar, donde su anterior jefe y cómplice manejaba una prensa para sacar el mosto de las uvas recién cortadas. Todos los trabajadores hacía una hora que se habían marchado. En el ambiente solo se oía el chorro del zumo caer a la tinaja. Primitivo lo observaba y, con sigilo, se acercó a él, rodeándolo. Vio que el momento le era propicio. A traición le dio un golpe en la cabeza con un tubo de hierro y el infortunado cayó al suelo, aturdido, no pudiendo revolverse por las llaves de yudo que le aplicaba. Después lo arrastró hasta la base de una prensa e hizo que esta funcionase. Tras un intento fallido de pedir socorro, se oyó un crujido muy fuerte. La sangre brotó abundantemente hacia la canaleta.                                                                                                                            
El presidiario se cercioró de que su compinche no respiraba. Viéndolo así, emprendió la huida por la puerta trasera de la nave, y se detuvo porque oyó ladridos. Un perro había olfateado su rastro hasta adentro. Atravesó la nave velozmente para dirigirse hacia él. Lo persiguió hasta la falda del monte. Una voz segura, tras de una gruesa encina, le echó el alto, instándole a que se entregara. No lo hizo y se revolvió contra el policía que le hablaba. En unos instantes llegó el animal y se lanzó sobre él. No tenía escapatoria, estaba completamente rodeado.                                                                                                               
De vuelta a la prisión es abucheado por un grupo de presos. Otros le ensalzan por haber tenido la osadía de escaparse. Pero él intuye a un personaje que lo observa aviesamente.
En su celda piensa en que la acción del día ha merecido la pena. Aunque no es cristiano, reza con profusión como si se encomendara a Dios. Pasa nervioso por el umbral de su celda, está más tranquilo porque ha salido indemne y ha hecho justicia. Ahora recapacita sobre lo que le sucederá mañana. No podrá dormir en toda la noche.
Cuando se levanta para formar en el patio, al final del pasillo ve que alguien inesperado le hace un gesto amenazante con el dedo índice, lo mueve alrededor de su cuello varias veces. Seguramente se encontrará con él después del desayuno.                                             
Un estado de zozobra le inundó todo el cuerpo y la impotencia le hizo mella ante una inminente venganza. No había caído en la cuenta de que, a partir de ahora, le echarían a él solo toda culpa de aquel inconfesable crimen que no cometió.                                          
                           

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