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domingo, 14 de enero de 2018

EL SECUESTRO DE GARBANCITO


Cristóbal Encinas Sánchez

       Mi padre compró un burro grande para que nos ayudara en las labores del campo, a sacar la aceituna al cargadero y a transportar la leña que nos hacía falta en el invierno. Era un burro joven de cuatro años que no estaba muy trabajado, sin experiencia, ni metido en otros avatares que no fueran los de pastar en las riberas de las acequias y la de buscar las espigas del cereal en los rastrojos en época veraniega. Mis padres disponían de una pequeña finca con un cortijillo donde guardábamos  las herramientas que nos hacían falta: unos lienzos, la criba, sacos, varas y dos espuertas.

Los hijos de nuestros vecinos colindantes jugaban con mis hermanos y conmigo casi todos los días. Nos gustaba subirnos al burro y hacer carreras, aunque a este no le apetecía demasiado. Nos  pasábamos las horas, después del colegio, interminables haciendo lo que nos daba la gana, pescando en el río, inspeccionando las cuevas, motivos por los cuales teníamos la ilusión de estar siempre inventando cosas. Teníamos  confianza mutua, y ellos sabían que mi padre nos había dicho que era muy importante no perder de vista al burro, por lo que ellos nos ayudaban a vigilarlo. Nos había costado una fortuna,  cinco mil pesetas -el valor de una casa-, que nos prestó el banco a un interés elevado, y que no pagaríamos hasta pasados seis años. Esa era la mayor preocupación de mi  padre.
Un día en el que me entretuve unos minutos en un rodal  cortándole un haz de hierba, no lo vigilé, y fueron suficientes para que el asno desapareciera. Cuando me di cuenta comencé a andar desasosegado, como un loco, corriendo de un lado para otro, subiendo y bajando por las laderas hasta el río, entre los álamos; pero nada, se había esfumado como por ensalmo.
Me fui a mi casa y se lo comenté a mi padre, que acababa de llegar. Él me lo notó al instante, por eso le dije sinceramente lo ocurrido: "Me he distraído preparando el haz, y olvidé tu encargo de no perderlo de vista por nada del mundo". A continuación me dio dos tortas buenas que sonaron con estrépito. Mi hermano mayor, que estaba allí, no hacía más que repetir que el burro no podía estar muy lejos del lugar donde lo até. Eso acalló su ira, puesto que habría ido, sin dudarlo, a algún lugar donde hubiera mejores pastos; que nadie podía haberlo robado porque había mucha gente del pueblo por los alrededores. Los que me fui encontrando me aseguraron  que nadie sería capaz de robarlo.
Nuestro Garbancito no estaba al tanto de conocer a otras burras que pacían en los ribazos, pues era joven para ello, pero nuestros vecinos se encargarían de hacerlo. Ellos tenían una burra en edad fértil y se les ocurrió la feliz idea de aprovechar mi despiste para llevárselo y encerrarlo en un espacio flanqueado por grandes piedras casi imposibles de traspasar, solo había un hueco para entrar en el recinto, y como eran  conocedores del lugar lo metieron por allí.
Cuando ya estábamos, mis hermanos y yo,  hartos de buscarlo y de alejarnos cada vez más del lugar en que lo dejé careando, decidimos a la caída de la tarde volver al sitio, y seguir sus rastros. Pero no fue así. ¡Cuánta fue nuestra alegría al ver al burro en el mismo sitio en que lo dejé!
Presto corrí a decírselo a mi padre, que estaba con mi abuelo quitándole dramatismo al hecho. Así que les repetí varias veces a los dos: "Garbancito no está perdido, está en el  mismo sitio que lo dejé". En ese momento, mi padre mostró mucha alegría y un poco de pena, seguramente por haberme dado las dos guascas. Entonces traté de explicarle que ya no me dolía nada y que estaba muy feliz.

Meses más tarde nos enteramos de que fueron nuestros vecinos los que se llevaron el burro para ver si al siguiente año tenían un pollino que, sin lugar a dudas, pariría su burra.                                              
Y así fue como mi Garbancito tuvo su primer hijo. Después aprendimos el juego de seguir llevando a la pareja al mismo recinto, y ver cómo se las arreglaban para conseguirlo. Y fue muy divertido.

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