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martes, 24 de abril de 2018

LA ESCAPADA


Cristóbal Encinas Sánchez

En los alrededores de una explanada había varias naves vitivinícolas. Primitivo había llegado hasta la última porque las conocía bien. Había trabajado allí antes de entrar en la prisión hacía diez meses. Aquel era un buen sitio para perpetrar su hazaña.
Se había escapado hacía dos días del centro penitenciario y su ansiedad se acrecentaba. Había cruzado montañas, barrancos y ríos afanándose en no ser descubierto, con el único aliciente de hacer lo que debía. Hacía un año que allí había comprado varias hectáreas de viñedos con el dinero que le ofrecieron por declarar que el criminal propietario de aquellas naves – y que fue después socio suyo– era inocente de la muerte de una chica joven, consiguiendo este su libertad. Pero a él se le pusieron las cosas en contra, precisamente por la sospecha de su reciente adquisición.
La noche anterior había caminado sin descanso hacia aquel lugar. Durante el día, para que nadie lo viera, se mantenía oculto hasta caer la tarde. Cuando llegó, se asomó con cautela a una de las ventanas de la nave donde estaba el lagar y, precisamente, su anterior cómplice manejaba una prensa y todos los dispositivos para obtener el mosto de las uvas que cortaban a diario.
Hacía una hora que todos los trabajadores se habían marchado. En el ambiente solo se escuchaba el chorro de zumo caer a la tinaja. Primitivo observaba y, con sigilo, se acercó a él. Vio que el momento era propicio. Por fin se abalanzó sobre su presa a traición, golpeándole en la cabeza con un tubo de hierro. El infortunado cayó semiinconsciente al suelo. Después lo arrastró hasta la base de la prensa y la paró para ponerla nuevamente en marcha. El agredido, a duras penas, intentó pedir socorro, tratando de ladearse. El otro le cogió la cabeza para que no la moviese. Tras un forcejeo inútil se oyó un fuerte crujido. La sangre brotó profusamente hacia la canaleta para mezclarse inmediatamente con el mosto.
El presidiario se cercioró bien de que su compinche ya no respiraba. Viéndolo así, emprendió la huida hacia la puerta trasera de la nave. A su salida se detuvo porque oyó ladridos. Un perro había olfateado su rastro y lo había conducido hasta allí. No cabía duda de que la policía estaba al tanto. El perro atravesó la nave velozmente para dirigirse hacia Primitivo. Lo persiguió hasta la falda del monte. Una voz potente y segura, detrás de una gruesa encina, le echó el alto, instándole a que se entregara. Él no hizo caso y se adentró en la espesura. El policía que le hablaba no cesaba en su empeño de convencerlo de que no podría escapar. En unos instantes llegó el animal y se arrojó sobre él con todo su peso. No tenía escapatoria. El resto de policías ya lo había rodeado.
De vuelta a la prisión fue abucheado por un grupo de presos jóvenes. Otros, más viejos, le ensalzan por haber tenido la osadía de escaparse. Pero él intuyó que uno lo observaba aviesamente, con recelo.
Primitivo, al aproximarse a su celda pensó en que la acción del día le había merecido la pena. Pasó nervioso el umbral de su celda, y al sentarse sobre su cama se sintió más tranquilo. Había salido indemne al hacer justicia. Ahora recapacitaba sobre lo que le sucedería mañana, y ya no dormiría en toda la noche. Aunque no era cristiano, rezaba con profusión.

A las seis de la mañana, cuando se levantó para formar en el patio, al final del pasillo, vio que alguien conocido, inesperadamente, le hizo un gesto amenazante con el dedo índice, moviéndolo alternadamente alrededor de su cuello. Seguramente, tras el desayuno –pensó– se encontraría con él. Un estado de zozobra le inundó todo el cuerpo y la impotencia le hizo mella. No había caído en la cuenta de que por el último acto delictuoso le condenarían también. Pero él no se arredraba ante nada: volvería a sacar sus garras como el león más fiero. 

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