CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
A las seis de la mañana, cuando todos dormían, el
puñetero se despertó pensando en las tareas que iba a realizar cuando
amaneciera. Intranquilo, se levantó sin encender el candil, para no despertar a
la familia. Situado detrás de la ventana, ladeó la cortina y echó un vistazo
por una rendija. Apareció la luna en lo más alto: estaba llena, radiante. Pensó
que con tanta luz era suficiente para lo que iba a hacer.
Se
dirigió al piso de arriba, donde están las cámaras. Allí tenía un montón de
haces de esparto almacenados. Desató uno de ellos y extrajo tres mazos para
majarlos, estimando que con ellos tendría de sobra.
Se
salió al huerto, en dirección a la piedra de machacar, un bloque de granito con
cantos redondeados y dimensiones apropiadas. Necesitaba hacer tres sogas buenas
para realizar el acopio de materiales en la construcción de un nuevo dormitorio
y un aseo. Eran familia numerosa y se les quedaban pequeñas las estancias, pues
pronto nacería su sexto hijo.
Con
esta idea fija, se puso a machacar el esparto. Con su natural entusiasmo y la
insistencia de los fuertes golpes, trascendió el ruido al interior de la casa: vibraban
los entresuelos, los escasos cuadros y los cristales de las ventanas. Poco a
poco se fueron despertando casi todos los durmientes.
Cuando
el hombre tenía preocupaciones, dormía poco, y saltaba de la cama sin remilgos.
No se andaba con pamplinas, incluso ni caía en la posibilidad de que podía
molestar. Había que trabajar duro y nadie replicaba.
Sus hijos
ya estaban acostumbrados a sus actuaciones, y dos de los mayores se levantaron prestos a ayudarle. Él estaba muy contento de que lo hicieran cuando le hacían
falta, seguros de que eso era lo procedente. ¿No? Entonces eran otros tiempos.
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