Cristóbal
Encinas Sánchez
Se
acercó Relámpago, como de costumbre, a un pequeño rebaño de ovejas que diariamente,
al anochecer, era conducido a la tinada. Un joven carnero llevaba un tiempo
intentando cornearlo, quizá para asustarlo, pues siendo un mocito tenía que
demostrar su valía antes sus congéneres. Sin dilación, este le miró de forma
atravesada, como de no tener buenas intenciones. Y sin darle tiempo, se lanzó a
por él, pero el perro era más listo y siempre mantenía la distancia, procurando que esta vez
no se le acercara demasiado, aunque sí lo suficiente como para torearlo y
reírse de él.
El pastor se
lamentaba de tener cada día enfrentamientos con la gente por este motivo,
cuando pasaba su rebaño por el pueblo. Así que, sin darle más pausa, se acercó
al brioso macho, lo cogió por las patas y lo echó al suelo. Ya tumbado, le puso
la rodilla encima del costillar, le cogió las manos y con una tomiza se las
ató. En ese momento pasaba por allí un muchacho, al cual le dijo sin demora que
se acercara, y que por favor le ayudara sujetando la poderosa cabeza del
irrespetuoso lanudo. Le había llegado, por fin, la hora de descornarlo.
El muchacho se
sorprendió de la operación que iba a realizarle el pastor. Sin dudarlo, se
acercó, pero con cuidado, hasta asegurarse de que estaba bien trabado el ovino.
Con mucho temple, y con seguridad en lo que iba a hacer, el pastor echó mano a
su morral y sacó un pequeño rollo de alambre acerado, cuyos extremos estaban
sujetos a dos cortos y finos palos. Lo desenrolló y lo tensó, enroscándolo a unos ocho centímetros de la punta de uno de
los cuernos, y comenzó a aserrarlo. Se veía penetrar el alambre en el asta como
si cortara un trozo de jabón casero. Tras cortarlo, se dispuso a hacer lo mismo
con el otro.
–¡Ya está,
muchacho!, puedes soltarlo. Gracias –dijo satisfecho.
Ya libre,
corrió salvajemente el cordero y se enervó: iba obcecado a embestir contra
Relámpago. Este se divertía retozón, pues el macho, ahora mocho, no llegaría a tocarlo nunca más, quedando a la altura de
una simple e indefensa ovejita.
El pastor le
había cortado los “vuelos” al macho. Ya estaba tranquilo, y nadie le
reprendería por posibles embestidas del cordero. Así que cogió los trozos de
cuernos amputados y se los dio al muchacho para que hiciera con ellos un yoyó,
y si era diestro con la navaja, alguna figura sencilla de adorno podría hacer.
Tras
despedirse, el muchacho arrancó a correr para que Relámpago lo siguiera y le
lanzó entonces uno de aquellos inertes huesos para jugar y para que se lo
devolviera. Relámpago fue a buscarlo con presteza y encontró entre las hierbas
el preciado juguete. Pero no se lo devolvió, tal como esperaba el muchacho. Con
el trozo de asta en la boca, se fue corriendo para alardear ante sus amigos de
su trofeo arrebatado a un carnero muy agresivo, que lo había perseguido, incansablemente,
todas las mañanas para importunarle.