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viernes, 4 de abril de 2025

UN DÍA DE ACEITUNAS

 

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

 

            Ha comenzado la recolección de la aceituna. Son las siete de la mañana y aún no ha amanecido. La gente comienza a levantarse y a deambular por la calle, prepara sus comidas y arregla a sus animales. A las ocho hay que estar dispuesto para encaminarse al tajo.

            A las nueve los aceituneros ya están en la finca, esperando a que el manijero dé la orden para continuar la tarea. Un grupo de cuatro o cinco hombres cogen las mantas, o lienzos, para extenderlos en la base del primer olivo. Cuando están desplegados, estos comienzan a acariciar con sus varas las ramas con precisos golpes, con insistencia. Los que portan las más largas, van por los alrededores. Los que van por arriba, más jóvenes, usan las piquetas, que son más cortas, que llegarán hasta los copos.

            Hay un tercer vareador, que con una vara entrecorta va espulgando por la parte interior y base del olivo. Entre todos van calando las ramas, buscando las aceitunas donde estén, y procurando no dar de frente porque salen como proyectiles y te pueden dar en un ojo.

            Hay que referir que entre ellos hay una perfecta compenetración que les lleva a realizar un trabajo limpio en un tiempo aceptable, tirando al suelo la menor cantidad de tallos y dejando la mínima cantidad de frutos en el árbol. Esto le da brillo al grupo.

           

            Allá están las mujeres con sus esportillos, agachadas, tiradas al suelo, sufridas. Recogen las aceitunas tiradas en el suelo, que cayeron antes de madurar, debido al viento o a la sequía. A veces están muy clavadas en la tierra y cuando caen heladas no se pueden sacar, hasta que el sol les da con generosidad. Pero ellas usan unos dediles hechos de una bellota de coscoja para protegerse el índice. Sin entretenerse, van recogiendo una a una de las soladas y del salteo hasta que llenan sus esportillos. Realizan el trabajo más penoso porque es donde se pasa más frío y se va más arrastrado.

            Tras una señal o llamada, vendrá un muchacho con un saco para vaciarlas y las llevará hasta la criba o zaranda. Allí se van apilando los sacos para quitarles las piedras, echándolas con una espuerta por la parte superior de la criba, desapareciendo las hojas y los tallos que siempre traen. Ya limpias, se van llenando en sacos de yute para cargarlas después en mulos y burros y llevarlas al molino. A veces viene un camión por ellas.

            El mayor disfrute llega con el almuerzo, cuando se abren las talegas, o las capachas, y se sacan las morcillas, los chorizos, torreznos y ensaladas. Para el postre, naranjas, manzanas, granadas, higos pasados, nueces y almendras que son un manjar apetecible. Es el momento en que se le da suelta a los chascarrillos e historias antiguas, al lado de la lumbre que calienta los huesos y reconforta. Así se entona el cuerpo para poder echar la tarde.

            Al terminar la jornada, cuando ya se está cansado de dar palos o de estar tirados al suelo, el manijero da la voz que todos ansían oír, y se disponen a recoger los arreos y guardarlos. La jornada ha sido dura. Ahora a descansar. Pero aún hay que volver al pueblo, y la mayoría de las veces, caminando. Después habrá que atender los asuntos propios: la familia, ir a la tienda, preparar la comida, e ir por agua a la fuente. También algunos van a tomar unos vinillos al bar con su tapa de garbanzos tostados y calamares fritos. Otros tendrán que arreglar otra vez a sus animales.

            Así culmina un día rutinario; abrochado ya el jornal, pueden vivir sus familias.

           Otra de las cosas buenas que tiene la recogida de la aceituna es que los jóvenes pueden estar más próximos a la chica que les gusta, sin levantar sospechas, y estar juntos para demostrarse su apremiante y generoso amor.

UN BOLAZO EN LA NARIZ


Cristóbal Encinas Sánchez

            En la tarde del domingo los niños jugaban afanados en la plaza de la iglesia. Se celebraría la misa y los feligreses se apresuraban a entrar con los últimos toques de campana. Los jóvenes contaban sus hazañas rodeados de los pequeños entusiastas, a los que mostraban sus habilidades con el tirachinas.

            El de más edad hizo ademán de cargar una bola de madera de surtidos colores en la badana de su tirachinas. Tensaba sus gomas con tiento hasta darles su máxima elongación. Hizo varias veces esta operación y muy seguro, regodeándose, dijo que él era capaz de meter tal proyectil por el rosetón de la fachada iglesia ya que no tenía cristales. Todos estaban muy contentos de poder presenciar la gran proeza que proponía el osado tirador. Otros de su edad, con más malicia, dudaban y discutían. Esto le hizo a él reafirmarse en su decisión. Tendría el reconocimiento de todos si acertaba, y eso le satisfacía.

            Al rato, dentro del templo, proseguía el sacerdote con los preparativos de la consagración de las especies. Si el muchacho conseguía introducir aquella esfera, era probable que no le diera a nadie, pues la nave central tenía poco más de veinticinco metros de larga. Así que apuntó al centro del rosetón, tensó moderadamente las gomas y soltó la bola que salió como una exhalación buscando la diana. Segundos después, todos los admiradores se sorprendieron y quedaron a la espera de que saliera alguien enfadado de la iglesia o despotricando. Transcurrieron quince segundos cuando apareció por la puerta el guardia urbano que, con una varilla en la mano, quería apresar al osado y molesto impertinente. El autor se protegió con el corro de niños, y se hizo el sonso. Previamente, se había guardado su tirachinas en el cinto a la altura de la rabadilla y disimulaba bien.

            El guardia miró en derredor varias veces y se fue directo al responsable. Ya frente a él, le interrogó que quién había sido el que estuvo a punto de trepar, de rebote, el sagrado cáliz. Este, sumiso, no dijo nada pero el del uniforme conocía perfectamente los entretenimientos y diversiones de este muchacho, y lo obligó:

            –¡Dame el tirachinas! –y el muchacho se lo dio al momento, como si no supiese lo que acababa de ocurrir–. ¡Que no vuelva a suceder semejante tropelía –le dijo con cara de estar airado.

            El guardia desenredó las gomas y tiró aquel armatoste al suelo, pisándolo y retorciéndolo para hacerlo mixtos. Rompió la horquilla de encina y las gomas para lanzarlos posteriormente a la acequia. Le instó para que se lo dijera a su padre, haciéndole comprender que a la siguiente vez sería bien escarmentado. Y él no porfiaba.

            Nada más traspasar la puerta de la iglesia, el guardia se sintió orgulloso de haberle dado una dura lección al muchacho. Los demás, en la plaza, se echaron a reír de una forma explosiva y jubilosa. De buenas se había librado el chaval, pero habría que esperar a la noche para cantar victoria.

            Al día siguiente, la chica de la limpieza se encontró un trozo de la nariz de San José, que yacía en la hornacina detrás del sagrario. Como no sabía qué hacer con ella, la dejó encima de la cómoda en la sacristía para que el cura la viera cuando celebrara la siguiente misa.